En este año que empieza me reafirmo mucho más que el anterior, y que el anterior, en el seguimiento de mi vocación. Ante los boicots, los vetos, los ninguneos, las confabulaciones, las envidias de tanta gente triste que piensa que pueden tapar el Sol con sus dedos, reniego de aquella actitud de Góngora, quien siendo el Homero español decidió dejar inacabadas las Soledades a causa de los muchos desprecios y maledicencias. Yo reniego de la renuncia al don que me ha sido concedido desde muy niño, del camino que me lleve a la maestría. Ni la mezquindad de mil poetas, de mil críticos han de prevalecer contra mí ni contra la fuerza que me lleva inspirando desde que tengo memoria. En 2016 abandoné la escritura justo tras la publicación de Flechas contra el fuego, cayendo en el error de darles lo que querían, de callar y dejar de poner de manifiesto su mediocridad y su debilidad. Eso se acabó hace ya dos años, en que ha salido a la calle Conversión de la estatua de sal a despecho de todos los que me siguen odiando. Ninguna ridícula conseguirá romper mi conexión con lo que soy ni tampoco con mi singularidad. He regresado para quedarme.
Desde muy niño he estado obsesionado con la lectura, con las historias, con los mitos. Intentaba escribir cuentos (hasta los 19 años no leí apenas ningún poema), pero algo fallaba en ellos: eran cuentos en los que no sucedía nada. Fallaban la trama, el ritmo narrativo. Lo mismo pasaba con los juegos: colocaba los playmobils en un orden muy preciso, muy preciosista, pero luego no sabía cómo hacerlos representar una historia con principio, nudo y desenlace. Mucho tiempo después, a los 19 años, supe que esto no era una falta de aptitud, sino un error de enfoque; de haber leído poemas desde la niñez, habría sabido que mi vocación literaria no se hallaba en la narrativa, sino en la lírica, que no cuenta sino muestra, expone. Esto quedaba confirmado por mi pasión por el dibujo y por el hábito, que tuve hasta prácticamente los 12 años, de dibujar a diario: lo mío no era la historia, sino definitvamente la imagen.
Si durante cinco años de mi vida pudieron extinguirse las ganas de escribir (porque, confundido por una farándula literaria banal y ruin, no entendía para qué se escribe), jamás se me han apagado las ganas de leer, de analizar y evaluar, de conocer y aprehender el mito y el espíritu que reside en él. Gracias a este amor constante más allá de mil muertes y mil infiernos resucité hace un año y quien vence a la muerte ya no morirá más, por desgracia para tantos.
Por eso lucho contra una pereza adquirida desde hace una década y me conjuro y obligo para volcarme en la escritura, ahogarme en la escritura. "A quien mucho se le dio, mucho se le demandará" (Lc 12, 48). Debo ir hasta el fondo de mi vocación porque es mi responsabilidad. Porque he de responder del talento que se me ha dado. No ante los poetillas innobles e ingratos, no ante críticos ignorantes y corrompidos, muchísimo menos ante el jurado de un concurso literario al que jamás me he presentado ni me presentaría. He de responder ante el Espíritu que me ha dado lo que soy.
No caigo, como algún que otro escritor, en la nostalgia de subir a las redes sociales eventos de hace décadas que ya no volverán, en el estancamiento en el pasado. Mucha gente de este gremio me debe muchos favores, incluso, en parte, estar donde hoy están, pero yo decido hacer como que nadie me debe nada, como que nada (ni la generosidad, ni la gratitud) se puede dar por supuesto, como que todo es un regalo. El primer poema de mi primer libro lo (pre)dice: "Los gatos caminan solos". Jamás quise que colaborase nadie en ningún perforrecital mío, porque ya en esa época, en que no faltaban los aduladores que ahora pretenden calentarse con la leña del árbol caído, quería incidir en esa idea: estoy solo. Y al estar solo, soy libre. Libre de escribir de lo que quiera y de la forma que quiera, libre de expresar las opiniones que me dé la gana, libre como el agua que, por muchos muros de contención y cordones sanitarios que le pongan, siempre encontrará su curso y lo desbordará todo.
... Confundido por una farándula literaria banal y ruin, no entendía para qué se escribe. No se escribe poesía lírica para ganar dinero (cosa que nunca pensé, y pobre de aquel que pretenda vivir de la escritura poética cuando NADIE, desde el siglo VIII a.C. hasta hoy, ha logrado vivir exclusivamente de ella), ni para ser reconocido (cosa que sí pensé), ni para que la gente a la que se han hecho muchos favores al menos no responda al bien con una patada (cosa que también pensé). No. Yo estaba equivocado. No se escribe para nadie. Se escribe poesía lírica (o épica, o dramática, o crítica literaria o lo que sea) como escribía Juan Ramón, para poder llegar a decir un día: "Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo": todo lo demás se os dará por añadidura.
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