sábado, 29 de marzo de 2025

CONTRA LA LITERATURA COMO HERRAMIENTA IDEOLÓGICA

Vivimos, desde hace dos siglos, en una era que exige utilidad a cada rincón del espíritu humano: todo debe tener un propósito, un rendimiento, una función clara en la maquinaria del progreso o de la justicia. En este contexto, la literatura ha de alzarse como un desafío incómodo, casi subversivo. La literatura no sirve: revela. La literatura no es ningún vehículo de propaganda ni de adoctrinamiento de las masas con consignas bien pulidas. Su vocación es otra: la de ser un espejo oscuro, un reflejo turbio y profundo del alma y del Cosmos (el conocido y el desconocido). Únicamente en esa tarea (se) halla su grandeza.
El poeta, esa figura que tantísimos quieren domesticar, no es un comisario que dicta preceptos ni un pedagogo que reparte lecciones morales: es un médium, un profeta, un alquimista. El poeta jamás debe construir puentes hacia un "mundo mejor", sino abrir grietas hacia lo que yace bajo la superficie. Pensemos en los versos de Hölderlin, que parecen susurrar desde un oráculo olvidado, o en los delirios de Lautréamont, que convierten la palabra en un bisturí para diseccionar el alma. El poeta no está para guiarnos con mano amable: su voz es un eco de lo invisible, un conjuro que nos confronta con lo que preferiríamos ignorar.
El símbolo, corazón de la literatura verdadera, tampoco se presta a la pedagogía. No es una herramienta didáctica, un PowerPoint que enseña verdades simplificadas; el símbolo transfigura. La serpiente de Coleridge se muerde la cola en un círculo eterno y el cuervo de Poe grazna "Nunca más" como un veredicto del destino. Estas imágenes no explican: transforman, arrancándonos de la comodidad y arrojándonos a un terreno donde las certezas se deshacen y el Misterio se impone.
La tentación viciosa de convertir la literatura en un arma de cambio social es antigua y persistente: se le ha pedido que levante banderas, que predique revoluciones, que sane las heridas del mundo, pero esa no es su misión. La única literatura digna de tal nombre rechaza cambiar el mundo porque solo quiere descifrar su abismo (que no es poco). No ofrece soluciones, sino preguntas; no promete utopías, sino vislumbres de lo insondable. Kafka lo sabía cuando escribió sobre castillos inalcanzables y juicios sin fin; Woolf lo entendió al sumergirse en las corrientes de la conciencia, donde el tiempo y el ser se desmoronan.
Sin embargo, en el último siglo la presión ha sido inmensa y aún hoy la literatura se ve acorralada por quienes la quieren funcional, por quienes exigen que "sirva a" algo: al mercado, a la ideología, a esa abominación llamada "corrección política". Y reducirla a eso es traicionarla: su fuerza no está en su utilidad, sino en su capacidad de revelar lo que escapa a los mapas del poder y la razón. La literatura, para serlo, jamás puede ser un manual de instrucciones para la vida sino un grito en la noche, un reflejo que perturba en lugar de halagar.
Por eso, la literatura ha de ser defendida como un acto esencial de resistencia. La literatura no sirve, y en esa aparente inutilidad reside su poder. Es el espejo oscuro que nos muestra lo que somos, lo que tememos, lo que no podemos nombrar. Insistimos: la literatura descifra el mundo, no lo cambia. Y en ese desciframiento nos obliga a mirarnos de frente, sin excusas ni consuelos. Para eso escribimos: para que siga siendo un abismo que nos llama y nos transforma.

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