domingo, 30 de marzo de 2025

La Diosa Madre, Principio Viviente de la Creación


Desde tiempos inmemoriales, la humanidad ha intuido que el origen de todo cuanto existe no reside en una Palabra dicha desde un afuera, sino en una fuerza generativa que habita dentro de la Creación misma. Esa fuerza no es otra que la Diosa Madre, entendida no como una deidad lejana o un mito arcaico, sino como el Principio Viviente que pare, sustenta y transforma todas las formas del Ser.

Teológicamente, hablar de la Diosa es afirmar que lo sagrado no está separado del mundo, sino que se manifiesta como el mundo. La Diosa es inmanente, inagotable y presente en cada célula, en cada espiral de ADN, en cada movimiento de las mareas y en cada espasmo de vida o de muerte. No creó el Universo desde fuera: es el Universo en su acto continuo de nacer y renacer.

Ella no dicta leyes desde lo alto: late en lo profundo. Sus mandamientos no son inscripciones externas, sino ritmos internos que vibran en los cuerpos, en los ciclos de la Luna, en los partos y en los duelos. Allí donde hay transformación, hay Diosa. Donde hay sangre y semilla, hay Diosa. Donde algo muere para dar lugar a otra forma, allí actúa Su poder transmutador.

La teología de la Diosa no teme la multiplicidad, porque no impone dogma sino ritmo. La Diosa pare, amamanta y transforma. Es triple no por división, sino por expansión:

  • Como Doncella despierta la vida, germina los sueños, enciende el deseo.

  • Como Madre sostiene el mundo con Su leche, Su sangre y Su paciencia.

  • Como Anciana recoge lo que muere, lo lleva a Su matriz oscura y lo gesta de nuevo en forma invisible.

Esta triple manifestación no es metáfora: es experiencia. Cada persona, cada criatura, cada estación del año y cada fase de la Luna la expresa en una de sus formas. Ella es el patrón mismo del cambio sagrado.

En la cosmovisión patriarcal dominante, lo divino es aquello que trasciende, domina y legisla. En cambio, la Diosa Madre no trasciende el mundo, sino que lo consagra desde dentro. Su santidad no está en su alejamiento, sino en Su cercanía radical. Ella no impone el orden, sino que lo teje: no gobierna desde un trono, sino que pulsa desde la Matriz.

Por eso, Su teología es también una ecología. Honrarla implica cuidar la Tierra, el cuerpo, los animales, los ciclos. Ella no reclama templos de piedra, sino presencia, escucha y atención al milagro cotidiano.

En los antiguos mitos (y también en los símbolos contemporáneos) la Diosa aparece como cueva, piedra, serpiente, Luna, grano, árbol, leche, pez o sangre. Cada uno de esos signos es una teofanía, una revelación del Principio viviente que no necesita de discursos, sino de cuerpos que sepan sentir.

Ella no exige fe ciega, sino comunión lúcida. No demanda obediencia, sino participación. No salva del mundo: invita a renacer en él una y otra vez.

Honrar a la Diosa Madre es reconocer que nuestros cuerpos son templos sagrados, que los ciclos menstruales, nuestros sueños, nuestros vínculos y nuestras pérdidas son parte de Su eterno devenir. No hay exilio: estamos ya dentro de Su cuerpo.

Ella no ha dejado de hablarnos. Su voz no está en los relámpagos ni en los dogmas: está en el susurro de la sangre, en la vibración del hueso, en el brote que no se rinde.

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