domingo, 30 de marzo de 2025

CONTRA LA DENUNCIA DE LA VERDADERA LITERATURA COMO "ELITISTA", "DECADENTE", "DEGENERADA"


La edad contemporánea idolatra la objetividad y desconfía de las sombras del alma, por lo que lo subjetivo suele ser despreciado como un "capricho burgués", un "lujo cultural" de "neutrales" ociosos que se pierden en sus propios laberintos. Sin embargo, lo subjetivo es la única vía hacia lo universal y, lejos de ser una desviación egoísta, es el puente que nos conecta con aquello que trasciende las fronteras del tiempo, el espacio y, por supuesto, de las ideologías. En su corazón late el símbolo, que jamás puede ser un artefacto de propaganda, sino un destello del Misterio compartido.
Precisamente la voz antigua y tan a menudo silenciada del pueblo lo ha entendido desde siempre. No son las consignas ni los discursos racionales los que han alimentado su imaginación, sino lo irracional: los mitos que narran la creación del mundo, las leyendas de héroes y monstruos, los sueños que susurran verdades olvidadas, las visiones que estremecen con su terror sagrado, las canciones de cuna que invocan espíritus, los cuentos junto al fuego que hablan de bosques embrujados, las procesiones en que se que mezclan inevitablemente lo pagano y lo cristiano. El arte popular auténtico no se doblega ni a la lógica ni a la utilidad: se nutre de una belleza inexplicable, de un escalofrío que no necesita ser explicado.
El símbolo, esa chispa que enciende la creación artística, no nace evidentemente de la ideología ni es un cartel al servicio de una causa, un eslogan para convencer o adoctrinar. Surge del misterio compartido, de ese fondo común que Jung llamó el inconsciente colectivo, donde las imágenes arquetípicas resuenan en todos los corazones. La serpiente que se enrosca en los relatos de los antiguos, el fuego que danza en las historias de los campesinos, el lobo que acecha en los sueños no son productos de una agenda política, sino ecos de lo universal que habitan en lo más hondo de cada uno.
Sin embargo, algunos insisten en reducir el arte a un instrumento, pidiéndole que sea "objetivo", "de línea clara", que se alinee con las luchas sociales del momento. Esa exigencia traiciona su esencia. Al pueblo le repugnan las prédicas tanto como los panfletos y ha preferido siempre el canto del poeta que tiembla ante lo desconocido, o la pintura que invoca lo numinoso, o el relato que no resuelve sino que inquieta. La subjetividad del creador (su herida, su visión, su delirio) no es un "lujo cultural" sino el hilo que teje lo individual con lo eterno.
Blake lo vio en sus tigres ardientes y sus cielos en llamas, y Lorca lo sintió en el duende que atraviesa la carne como un puñal. No hay universalidad en la fría abstracción de las ideas puras, sino en el temblor de lo subjetivo, en su capacidad de mirar hacia dentro y encontrar lo que nos une a todos. El arte popular, con su terror sagrado y su belleza sin domesticar, lo demuestra en cada verso anónimo, en cada danza bajo la Luna.
Es preciso rechazar el vicio de encadenar el arte al carro de las ideologías. Lo subjetivo, lejos de ser un defecto a corregir, es una fuerza a celebrar. No es un capricho: es nuestra raíz. El símbolo, nacido del misterio y no del precepto, nos recuerda que el pueblo siempre ha preferido el enigma al sermón, la visión al dogma. La misión del escritor es procurar que el arte sea un reflejo de lo irracional, un puente hacia lo universal que no explica, sino que revela.

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