martes, 29 de abril de 2025

Cuevas sagradas y vientres de la Tierra: símbolos del no-tiempo


Desde los orígenes del pensamiento humano, ciertos espacios han sido considerados umbrales sagrados, puntos de contacto entre el mundo visible y lo invisible, entre lo transitorio y lo eterno. Entre ellos, las cuevas, las entrañas de la montaña, los vientres de la Tierra ocupan un lugar central. No son meras oquedades geológicas, sino representaciones vivas del espacio del no-tiempo: ese lugar primordial donde el tiempo humano se disuelve, donde todo comienza y todo puede volver a comenzar.

El no-tiempo no es ausencia de tiempo, sino su suspensión ritual. Es un estado de consciencia y de mundo donde las categorías habituales (antes y después, causa y efecto, sujeto y objeto) pierden su fuerza, y algo más profundo toma el relevo: el misterio, el ritmo sagrado, la percepción del origen. Las cuevas, en este sentido, han sido desde siempre matrices del mundo. En ellas se realizaban ritos de iniciación, nacimientos simbólicos, encuentros con los dioses o los ancestros. Eran, y siguen siendo, úteros de piedra que nos devuelven al interior de la Tierra Madre.

No es casual que los primeros signos del arte humano (manos, espirales, animales visionarios) hayan sido trazados en la penumbra de las cavernas. Allí, en el corazón húmedo y oscuro del planeta, el ser humano no sólo habitaba, sino que soñaba el mundo, lo evocaba desde la entraña, lo sacaba del no-ser para hacerlo vibrar en la forma. Las paredes de la cueva eran membranas vivas, fronteras porosas entre lo real y lo posible. Allí se danzaba, se moría simbólicamente, se renacía.

Las entrañas de la montaña funcionan con un simbolismo similar: representan la estabilidad, la profundidad, el eje axial que une la superficie del mundo con sus raíces. Entrar en la montaña es descender, pero también ascender en lo invisible. Es adentrarse en un silencio anterior a toda palabra, en un tiempo que no mide, sino que gesta. El vientre de la Tierra no se apresura: es cíclico, paciente, transformador.

En muchas mitologías, los héroes o los sabios descienden al interior de la montaña o a una cueva sagrada para recibir un conocimiento que no se halla en la superficie. No se trata de una metáfora psicológica moderna, sino de una verdad espiritual: para alcanzar lo esencial, es necesario abandonar la luz exterior y sumergirse en la oscuridad fértil. La revelación no ocurre en el ruido, sino en la profundidad.

Estos espacios del no-tiempo nos recuerdan que hay otra forma de estar en el mundo, una forma más honda, más lenta, más sabia. Una forma en la que no corremos hacia delante, sino que descendemos hacia dentro. Las cuevas sagradas, las montañas huecas, los vientres de la Tierra no son reliquias del pasado: son puertas aún vivas. Puertas que esperan ser cruzadas por quienes se atreven a detener el reloj y a escuchar el latido oculto del origen.

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