En las antiguas cosmogonías centradas en la figura de la Diosa, el útero no es únicamente un órgano biológico ni un símbolo de fertilidad, sino el centro mismo de la Creación, el lugar donde el tiempo se detiene y donde la materia aún no ha sido diferenciada del espíritu. Es el espacio del no-tiempo, la Matriz primordial donde lo invisible toma forma y donde lo muerto aguarda, en silencio, su renacimiento.
El pensamiento moderno, lineal y fragmentado, ha separado radicalmente los ámbitos del nacimiento y de la muerte, de lo material y lo espiritual, de lo visible y lo oculto. Pero en la visión matricial del mundo (una visión que precede y trasciende los dualismos patriarcales) todo lo que existe fluye en un ciclo continuo de gestación, transformación y resurgimiento. En el centro de ese ciclo se halla el Útero de la Diosa: cóncavo, oscuro, abismal, pero también luminoso en su potencia.
Este Útero no está limitado al cuerpo: es una figura arquetípica, cósmica, ontológica. Es la cueva sagrada, el Inframundo iniciático, el seno de la noche anterior al amanecer. Allí, en ese espacio sin relojes ni calendarios, lo que fue destruido se reconfigura lentamente; lo que aún no es, comienza a ser. La semilla no germina al sol, sino en la profundidad. El alma, para renacer, debe atravesar la sombra. Y el mundo, antes de cualquier creación, habita primero en ese no-lugar donde todo es posible porque nada está aún fijado.
En muchas tradiciones arcaicas la muerte no era vista como un fin, sino como un regreso a la Matriz universal. Morir significaba reingresar al Útero de la Gran Madre, ser recogido en Su oscuridad fértil, prepararse para una nueva forma, un nuevo ciclo, un nuevo rostro del alma. Por eso, el Útero no solo crea: también recibe, también transforma, también espera. En él, el tiempo se vuelve circular, el futuro es un eco del origen, y la vida se comprende como transfiguración continua.
El espacio del útero es también el del misterio: lo que aún no se ha revelado, pero que ya existe en potencia. En él no hay discurso, sino ritmo; no hay estructuras, sino latido. Entrar en contacto con esta dimensión uterina de lo real no implica retroceder, sino profundizar. Es una vía de conocimiento distinta, no racional, no acumulativa: una sabiduría encarnada, intuitiva, simbólica. Una forma de estar en el mundo que honra la pausa, la espera, la gestación.
Recordar el útero de la Diosa como espacio sagrado es un acto radical. Es volver a confiar en lo invisible, en lo lento, en lo que aún no tiene nombre pero ya pulsa. Es comprender que la verdadera creación (la que transforma desde dentro) no ocurre en la superficie de lo útil, sino en la profundidad de lo no dicho. Y es, sobre todo, aprender a morir y a renacer en ese ritmo antiguo que todo lo abarca, porque todo lo ha contenido.
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