viernes, 25 de abril de 2025

El meandro: danza sagrada del agua y del alma


Hay formas en la Naturaleza que no obedecen a la lógica de la recta ni a la geometría del control, sino a un principio más profundo: el de la libertad que recuerda. Una de esas formas es el meandro, ese giro sinuoso y contemplativo con el que los ríos se despliegan sobre la tierra. Lejos de ser un desvío, el meandro es la forma natural del curso sagrado del agua, y también, en su resonancia simbólica, del alma que busca, que se pierde y que regresa.

En su aparente capricho, el meandro obedece a una sabiduría más antigua que cualquier cartografía: la sabiduría del fluir. El río no avanza por la vía más corta, sino por la más viva. No se precipita, sino que danza. Sus curvas lentas y elegantes son una escritura sobre el paisaje, un alfabeto líquido que narra la memoria de la fuente. Porque cada vuelta del río es también una forma de recordar de dónde viene: su nacimiento, su altura, su frescura original.

El alma humana, cuando se aleja del ruido y se escucha a sí misma, también sigue un camino meándrico. No avanza en línea recta hacia una meta prefijada, sino que se deja conducir por intuiciones, por sombras, por llamadas secretas. El alma no se define por la velocidad, sino por la profundidad; no por el destino, sino por la fidelidad a su origen. Como el agua, el alma verdadera no olvida su manantial, por lejos que parezca hallarse de él.

En muchas culturas antiguas, los ríos eran considerados entidades sagradas. No solo porque daban vida, sino porque revelaban un modo de ser: el modo del tiempo profundo, del movimiento que no se separa de su fuente, del viaje que es también meditación. En los meandros, el río se demora, se contempla, se transforma. No huye: regresa en espiral. No se agota: se reencuentra.

Así también el alma, cuando baila al ritmo de su verdad, se curva, se recoge, se deja llevar. Y en ese proceso encuentra su forma más plena. El meandro, entonces, se convierte en símbolo de una espiritualidad que no se basa en escalar, conquistar o dominar, sino en fluir, en escuchar, en estar presente. Una espiritualidad que no se opone al mundo, sino que lo sigue con amorosa atención.

Necesitamos reaprender del río su arte de girar. Necesitamos redescubrir el valor del rodeo, de la lentitud, del desvío fértil. Recordar que lo más sagrado no siempre está al final del camino, sino en las curvas que lo embellecen, en las vueltas que nos devuelven al corazón. Porque todo río que danza en meandros está, en el fondo, diciendo una sola cosa: que no ha olvidado su fuente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario