miércoles, 23 de abril de 2025

El nacimiento del mundo: espiral, vientre, ola, serpiente, camino


 Desde tiempos remotos, el pensamiento simbólico humano ha intentado expresar el misterio del origen a través de formas que no son lineales, sino curvas, envolventes, cíclicas. El nacimiento del mundo, en muchas cosmologías tradicionales y concepciones filosóficas arcaicas, no es concebido como un acto rectilíneo ni como una expansión homogénea, sino como un movimiento que se pliega sobre sí mismo: una espiral, una ola, un vientre, una serpiente, un camino que regresa. Estas imágenes, lejos de ser meras metáforas poéticas, configuran verdaderas estructuras simbólicas del pensamiento cosmogónico.

La espiral, por ejemplo, es uno de los signos más antiguos tallados por el ser humano en piedra, desde el Neolítico atlántico hasta las culturas precolombinas. No representa un simple adorno, sino una forma arquetípica del devenir: no es ni un círculo cerrado ni una línea recta, sino una curva dinámica que se expande o se contrae, que siempre avanza regresando, que implica simultáneamente origen, desarrollo y retorno. La espiral expresa una temporalidad sagrada, no lineal, donde el pasado y el futuro se entrelazan como en un latido cósmico.

El vientre, por su parte, es símbolo universal de gestación y creación. Las Diosas Madre de las culturas prepatriarcales no crean desde fuera, como lo haría un Demiurgo separado, sino desde dentro, desde la oquedad fértil del Cuerpo. El mundo nace como nace la vida: desde una profundidad oscura, caliente, líquida, donde la forma aún no se ha diferenciado del fondo. Así, el Universo no sería el producto de una palabra exterior, sino de una contracción íntima, uterina, que pulsa rítmicamente y se abre como flor de sangre.

La ola, imagen de lo marino y lo mutable, refuerza esta visión rítmica y cíclica del nacimiento. La ola no avanza linealmente, sino que se curva, se eleva, rompe y retorna, configurando un continuo vaivén que simboliza tanto la aparición como la desaparición. En muchas mitologías el mundo surge de las aguas primordiales: aguas sin forma, aguas femeninas, aguas que envuelven y deshacen. La ola, en tanto forma transitoria, nos recuerda que todo nacimiento implica también una amenaza de disolución, y que la Creación es siempre un equilibrio inestable.

La serpiente, símbolo ambivalente por excelencia, aparece en multitud de relatos originarios. Su cuerpo ondulante encarna la energía vital, la renovación, la sabiduría subterránea y cíclica. Enroscada sobre sí misma, como el ouroboros que se muerde la cola, representa el tiempo eterno, la autorregeneración, el ciclo continuo de muerte y renacimiento. La serpiente no camina, se desliza; no avanza en línea recta, sino que inscribe en la tierra un camino que vibra, que se retuerce, que vuelve. Su movimiento encarna la naturaleza profunda del origen: un comenzar que es también retorno.

Finalmente, el camino que regresa sobre sí mismo condensa todas estas imágenes en una idea fundamental: el nacimiento del mundo no es un evento único, sino un proceso continuo, espiralado, que siempre reabsorbe sus propios extremos. Como la danza de las estaciones, como el ritmo del corazón o del aliento, la creación no es tanto una flecha como una rueda, no un trayecto hacia adelante, sino un ir y venir que se convierte en forma.

Este imaginario de lo cíclico, de lo serpentino, de lo envolvente, contradice la visión moderna del tiempo como progreso lineal. En cambio, propone una ontología del retorno, una cosmogonía donde el origen no se pierde ni se supera, sino que permanece latiendo en cada pliegue del devenir. Quizá por eso, cuando buscamos comprender el misterio del principio, no lo imaginamos como un punto fijo, ni como una explosión, sino como una espiral que nos envuelve, como una ola que nos atraviesa, como un vientre que aún nos contiene.

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