martes, 8 de abril de 2025

El nacimiento: manifestación del misterio en el mundo visible


La teología de la Diosa enseña que el nacimiento no es un mero evento biológico ni un simple tránsito hacia la existencia material. Es, en su sentido más profundo, la irrupción del misterio en el plano visible, el instante en que lo no manifiesto se ofrece al mundo como forma encarnada. Por eso, el nacimiento es sagrado: constituye el primer acto teofánico, la primera revelación de una voluntad que, sin dejar de ser invisible, se hace presente en lo tangible.

El nacimiento no crea el alma ni produce el ser. El ser ya existe, en una forma no sensible, anterior al tiempo y a la materia. Pero es en el momento del nacimiento cuando esa realidad invisible se presenta en el orden del mundo, se reviste de cuerpo, se somete al ritmo. El nacimiento es, por tanto, una aparición: no de algo nuevo, sino de algo que ya era, y que ahora se manifiesta.

En la teología de la Diosa, esta manifestación no ocurre por azar ni por necesidad ciega. Ocurre porque el Cuerpo de la Diosa lo permite, lo gesta y lo da a luz. Nacer es pasar por el umbral sagrado de Su Matriz, y así entrar en el ciclo de la vida sin separarse jamás de Su Fuente.

Entre todos los eventos de la existencia, el nacimiento es el más radicalmente misterioso. No puede ser comprendido como un simple fenómeno físico ni reducido a la biología: es la acción inaugural del misterio en su forma concreta. Es el instante en que lo eterno entra en el tiempo, lo absoluto se entrega a lo contingente, lo divino se deja ver.

Por eso, todo nacimiento es un acontecimiento teológico. En él se da la confluencia de dos órdenes del ser: el invisible que precede y el visible que acoge. Esta unión es el fundamento de toda revelación: sin nacimiento no hay manifestación, sin manifestación no hay conocimiento del misterio.

La visión teológica que proviene de la tradición de la Diosa considera el nacimiento como un acto ritual de paso, no como un hecho casual ni automático. Toda criatura que nace lo hace con un propósito, en un tiempo, en un cuerpo, en una tierra. Cada uno de estos elementos es parte del rito mayor de la existencia.

Nacer es ser introducido en el círculo de la vida, ser acogido por la matriz del mundo, ser inscrito en la memoria de la Divinidad. La Diosa conoce a cada ser que nace, porque lo ha sostenido en Su Cuerpo antes de que se haga visible. En cada nacimiento, Ella actúa como mediadora entre lo invisible y lo creado.

El nacimiento no es un evento aislado, sino modelo y prototipo de toda transformación verdadera. Así como la vida comienza con un acto de manifestación, también cada paso de crecimiento, cada maduración, cada muerte, es un nuevo modo en que lo oculto se hace presente. Por eso, la estructura cíclica de la existencia es una serie de nacimientos sucesivos.

Nacer una vez es entrar en el mundo. Nacer muchas veces es recorrer el misterio de la Diosa, que nos transforma, nos repliega y nos hace renacer eternamente. Esta es la ley teológica del círculo sagrado: lo que ha nacido, ha de volver a nacer.

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