domingo, 11 de mayo de 2025

Descender a la cueva: teología del vacío y del renacimiento interior


En la tradición teológica de la Diosa, enraizada en las formas más antiguas de espiritualidad terrestre, el descenso a la cueva no es un gesto accidental ni una metáfora poética: es un acto litúrgico, un paso ritual hacia el misterio de la transformación. La cueva no es un refugio ni un escondite, sino el vientre del mundo, matriz viva en la que el alma se vacía de lo que ha sido para renacer a lo que está llamada a ser. Toda teología del descenso implica una comprensión profunda del abismo no como pérdida, sino como lugar sagrado del tránsito.

El descenso es primero corporal. El cuerpo siente la humedad, el silencio, la oscuridad. Todo lo que en la superficie parecía claro y seguro se diluye. Comienza así el vaciamiento: no sólo de la vista, sino también del yo. En la teología matricial, no se accede al renacimiento sin antes haber entregado las formas antiguas del ser. Se trata de un morir simbólico: no por destrucción, sino por ofrenda. Lo que cae en la oscuridad no desaparece: se transforma.

La cueva, como útero telúrico, como seno de la Diosa, no impone, sino que acoge. No exige, sino que disuelve. Allí el tiempo se curva, la palabra calla, el yo se vuelve permeable. Es entonces cuando comienza el verdadero acto litúrgico: la entrega a lo que no se ve, a lo que no se nombra, a lo que no depende de la voluntad individual. El alma, privada de sus seguridades, se abre a lo Otro. Y es en esa apertura donde comienza a germinar el renacimiento.

El renacimiento interior no es una conquista, sino una gracia. No se produce por esfuerzo, sino por disposición. La teología de la Diosa enseña que quien ha descendido verdaderamente no vuelve siendo el mismo. Ha sido tocado por la noche fértil, ha sentido el pulso de lo invisible, ha oído la voz del fondo. Su regreso no es simple salida, sino ascenso transformado, retorno al mundo con otra mirada, con otra carne, con otra respiración.

Así como la semilla necesita hundirse en la tierra oscura para dar fruto, el alma necesita entrar en la cueva para volver a brotar. Este principio es axial en la teología del ciclo: nada nace sin haber muerto antes en el seno de lo no visible. La luz verdadera no se encuentra en la negación de la sombra, sino en el tránsito por ella. El vacío no es carencia, sino matriz. La oscuridad no es el fin, sino el principio en su forma más secreta.

Por eso, el descenso ritual a la cueva fue, durante milenios, una práctica sagrada: no un símbolo de debilidad, sino un sacramento de fuerza interior. Quien desciende con humildad, renace con visión. Quien se deja vaciar por el silencio de la Diosa, vuelve con palabras nuevas. Quien entra en el vientre del mundo, sale sabiendo que la verdadera luz nace siempre desde dentro.

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