lunes, 12 de mayo de 2025

El arte rupestre como teología simbólica: oración, visión y alianza con la Diosa

 

En las civilizaciones matriciales que precedieron a la escisión entre lo sagrado y lo secular, el arte no era un adorno, ni una actividad marginal, ni un ejercicio individual de expresión. Era un acto teológico. Las pinturas y grabados de las cuevas no son restos de un pasado primitivo, sino vestigios vivos de una forma de espiritualidad donde crear era orar, trazar era revelar, pintar era entrar en relación con la Divinidad. En este contexto, el arte rupestre se comprende como oración activa, visión encarnada y alianza simbólica con la Diosa.

Las cuevas, en tanto úteros de piedra, eran el espacio litúrgico donde el alma se vaciaba para recibir la imagen. En sus paredes no se registraban escenas anecdóticas, sino que se evocaban presencias, se invocaban ritmos cósmicos, se tejían vínculos con las fuerzas del mundo. La pintura no era mimética, sino sacramental: un medio de comunión con lo invisible. No representaba el mundo: lo tocaba, lo despertaba, lo conjuraba. Cada signo grabado, cada silueta animal, cada espiral pigmentada era un acto de alianza entre el ser humano y la Madre que lo gesta y lo sostiene.

Este arte era, por tanto, una forma de oración no verbal: una plegaria de gesto, de color, de cuerpo. No se separaba la creación artística de la práctica espiritual. El pigmento era sangre de la Tierra, la pared era Su piel, la mano del artista era mediadora, pero no autora. Era la Diosa quien hablaba a través del trazo, del eco, de la llama que iluminaba fugazmente la imagen. El arte se volvía así una forma de escucha, de entrega, de ofrenda. Un acto ritual en el que el ser humano reconocía su lugar en el tejido del mundo.

Pero era también visión. No visión en sentido psicológico, sino experiencia visionaria: revelación de lo que permanece oculto al ojo profano. Las imágenes rupestres no eran copias del entorno, sino emergencias de lo profundo: del sueño, del trance, de la comunicación con los espíritus, con los ancestros, con la vida animal como forma de sabiduría. Los grandes animales, las figuras danzantes, los símbolos abstractos eran fragmentos de un lenguaje que no pretendía explicar, sino desplegar el misterio.

Y era, finalmente, alianza. Porque cada figura trazada era también un compromiso, un pacto con lo sagrado. El acto de pintar fijaba un vínculo con la Diosa, con Sus criaturas, con los ciclos de la fertilidad y la muerte. Pintar era participar de la creación continua, asumir una responsabilidad ante el don de la vida, renovar el lazo con el Todo. En la ausencia de templos edificados, las cuevas eran templos labrados por el tiempo y por la comunión: allí no se separaban el culto, la comunidad y el arte.

Recuperar hoy esta dimensión teológica del arte rupestre no es solo un gesto arqueológico o antropológico, sino un acto espiritual profundo. Nos recuerda que el arte puede volver a ser oración, visión y alianza, si se libera del narcisismo y se abre al símbolo. Nos invita a dejar de producir imágenes para comenzar a recibirlas. Y a comprender que, quizás, toda verdadera imagen es una respuesta a un llamado más antiguo que el lenguaje.

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