En la visión sagrada del tiempo cíclico, el año no es solo una sucesión de estaciones meteorológicas, sino una danza viva del cuerpo de la Diosa. La Tierra no gira simplemente alrededor del Sol: respira, menstrúa, se transforma. Su pulso estacional refleja la metamorfosis eterna de lo divino femenino, que se manifiesta en cuatro rostros arquetípicos: Doncella, Madre, Sabia y Anciana. Así, el ciclo del año se convierte en una liturgia cósmica donde el Cuerpo de la Diosa enseña, renace, muere y vuelve a germinar.
En primavera, la Diosa es Doncella: joven, luminosa, salvaje. Ha emergido del silencio invernal con la fuerza del brote que rompe la tierra. Su energía es de expansión, de juego, de deseo vital. Es la fuerza de lo que empieza sin miedo. La Doncella no se define por la obediencia ni por la utilidad: es puro florecimiento, puro anhelo de mundo. Su cuerpo es ligero, danzante, encantado por cada forma nueva. Es tiempo de invocación, de siembra, de visión.
En verano, la Diosa es Madre: plena, fértil, protectora. Su cuerpo está colmado de fruto, de leche, de Sol. Es la estación de la abundancia y de la entrega. La Madre sostiene, alimenta, cuida, pero también arde: no es pasiva, sino poderosa. Reina sobre el mundo visible, sobre la madurez de los procesos, sobre el clímax del año. Es tiempo de cosecha temprana, de afirmación, de dar forma a lo que fue soñado. En Su vientre palpita el ritmo creador.
En otoño, la Diosa es Sabia: introspectiva, visionaria, iniciática. Lleva en Sus ojos la memoria de lo vivido y en Sus manos el gesto de soltar. La Sabia no acumula: selecciona, distingue, transforma. Es la que atraviesa el Velo y señala lo esencial. Su cuerpo aún conserva calor, pero empieza a volverse sombra, reserva, fuego interior. Es tiempo de recolección final, de gratitud y de desapego. Tiempo de mirar con hondura, de preparar el umbral.
En invierno, la Diosa es Anciana: oscura, silenciosa, poderosa en su invisibilidad. Su cuerpo ya no se muestra: se retira, se hunde en la tierra, en la memoria, en lo que aún no ha sido. La Anciana no es ausencia: es semilla dormida, matriz oculta, fuente de toda regeneración. Ella guarda el Misterio, el tejido del mundo en su forma más esencial. Es tiempo de muerte ritual, de descanso profundo, de sueños que preparan lo nuevo. Nada florece sin haber pasado por su regazo.
Al contemplar este ciclo sagrado, entendemos que la Diosa no es una imagen fija, sino una danza eterna entre formas. Que Su cuerpo es el cuerpo mismo del mundo, y también el nuestro si aprendemos a sentirlo desde dentro. Cada fase del año es también una fase del alma, y cada rostro de la Diosa habita en nosotros, nos llama, nos enseña.
Vivir al ritmo de la Diosa es honrar estos tránsitos. Es dejar de temer el invierno como muerte y verlo como germinación invisible. Es comprender que la juventud no es superior a la vejez, ni la luz a la sombra. Todo tiene su hora en el cuerpo sagrado del año. Todo tiene su lugar en el cuerpo vivo de la Diosa.
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