viernes, 2 de mayo de 2025

El ritmo cíclico de la vida: lecciones de las estaciones


Cada estación del año llega con su tono, su latido, su sabiduría silenciosa. No se superponen ni compiten: se suceden, se ceden el paso con una elegancia ancestral. La primavera no lucha por ser verano; el otoño no resiste al invierno. Y en ese fluir ordenado por el cambio, la Naturaleza nos revela una enseñanza profunda: la vida no es recta ni constante, sino cíclica, como la sangre, como la Luna, como el alma.

Vivimos en una cultura que idolatra la línea recta. Se nos dice que debemos avanzar siempre, crecer siempre, producir siempre. El tiempo se mide en cifras, en metas, en escaladas. Pero la Tierra no vive así. La Tierra gira. Y con ella, todo lo que está vivo pulsa en ciclos: nacimiento, expansión, descenso, recogimiento, muerte, renacimiento. Las estaciones, con su ritmo suave pero implacable, nos recuerdan que toda vida verdadera obedece a ese latido profundo.

La sangre (especialmente la sangre menstrual) es el reflejo íntimo de ese ritmo. No es una anomalía, sino una marea sagrada que responde al lenguaje secreto de la Luna. A través de la sangre, el cuerpo recuerda lo que la mente olvida: que hay un tiempo para sembrar y un tiempo para retirarse; un tiempo para florecer y un tiempo para sangrar y vaciarse. El cuerpo que menstrúa, como la Tierra que gira, no se somete al reloj, sino al misterio.

Y la Luna, compañera silenciosa de nuestras noches, es tal vez la maestra más fiel del ciclo. Nunca se impone con luz constante, nunca se borra del todo. Cera y mengua, brilla y se esconde. Ella nos enseña que el poder no está solo en el esplendor, sino también en la retirada, en la sombra, en el silencio fecundo. Su forma cambiante no es inestabilidad, sino sabiduría rítmica.

El alma, cuando se libera de las imposiciones del mundo lineal, también revela su naturaleza cíclica. No crece siempre en línea ascendente. Atraviesa momentos de claridad y momentos de oscuridad, de expansión y de repliegue, de certeza y de pérdida. El alma necesita sus inviernos tanto como sus veranos. Sólo así se hace profunda. Sólo así madura su luz.

Por eso, cada cambio de estación es una oportunidad para recordar lo que somos: seres vivos, tejidos por el tiempo circular, nacidos de una Tierra que no marcha, sino que danza. Y en esa danza, cada muerte es preludio de vida, cada caída es semilla de ascenso. Vivir en sintonía con las estaciones no es nostalgia: es una forma radical de sabiduría. Es aceptar que la vida no se domina, sino que se honra. Y que la única forma de no perdernos es girar con ella.

No hay comentarios:

Publicar un comentario