La evolución de la novela a lo largo del siglo XX ha estado profundamente influenciada por las transformaciones económicas y sociales. Lucien Goldmann, a través de su método del estructuralismo genético, analizó cómo la reificación, entendida como la progresiva cosificación de las relaciones humanas en las sociedades de mercado, tuvo un impacto directo en la forma novelística. Hasta principios del siglo XX, la economía liberal aún sostenía la relevancia del individuo dentro del sistema económico y social, lo que se reflejaba en la literatura a través de personajes que, aunque enfrentaban conflictos existenciales, seguían siendo el centro de la narración. Sin embargo, con la llegada del capitalismo imperialista y los grandes monopolios, el individuo comenzó a perder su función esencial dentro de las estructuras económicas, lo que se tradujo en la desaparición progresiva del personaje en la novela. Esta transformación se hizo evidente en la literatura de autores como James Joyce, Franz Kafka y Robert Musil, quienes presentaron narrativas donde los personajes se disolvían en un mundo cada vez más alienante. Tras la Segunda Guerra Mundial, el crecimiento del intervencionismo estatal y la consolidación de mecanismos de regulación económica dieron lugar a una literatura aún más radical en este sentido, con autores como Alain Robbe-Grillet, cuyo estilo se caracteriza por la preeminencia del objeto sobre el individuo. La novela, por tanto, no es un simple reflejo de la sociedad, sino que mantiene una relación estructural con ella, adaptándose a sus cambios y reproduciendo sus tensiones internas.
La intersección entre literatura y política se hizo especialmente evidente tras la Revolución de Octubre de 1917, cuando la práctica y la teoría literarias se vieron influenciadas por la urgencia política. Lenin, siguiendo la línea de Marx y Engels, concebía la literatura como un arma de la lucha de clases y rechazaba la idea de una literatura para obreros de corte populista. En su visión, el proletariado debía acceder a una literatura universal que lo ayudara a comprender la totalidad de la sociedad, tal como Engels había defendido el valor literario de Balzac a pesar de su ideología conservadora. Por su parte, León Trotski, en Literatura y revolución, argumentó que el proletariado, a diferencia de la burguesía, no necesitaba crear una literatura propia, pues su misión histórica no era la perpetuación de una cultura de clase, sino la eliminación de todas las divisiones de clase para dar paso a una cultura verdaderamente universal. Desde esta perspectiva, el arte no era un simple reflejo de la ideología dominante, sino que tenía el poder de influir en la conciencia de los individuos y transformar la realidad.
Antonio Gramsci, desde su prisión bajo el régimen de Mussolini, también reflexionó sobre la relación entre literatura y política, aunque con una visión más matizada. Para él, la literatura no debía entenderse como una simple herramienta de propaganda, sino como un espacio donde se reflejan las tensiones ideológicas de la sociedad. En esta línea, Bertolt Brecht desarrolló su concepto de realismo crítico, según el cual la literatura no debía limitarse a reflejar la realidad, sino que debía ejercer una función crítica y transformadora. Su teatro épico, basado en la distanciación y la participación activa del espectador, buscaba precisamente cuestionar la ideología dominante. En un extremo más radical, Mao Tse-tung promovió una visión instrumental de la literatura, considerándola un medio de propaganda revolucionaria. Para él, el arte debía servir directamente a la lucha política, subordinando la calidad estética al mensaje ideológico.
Jean-Paul Sartre, aunque partía de una concepción más filosófica, también entendía la literatura como un compromiso con la realidad social. En ¿Qué es la literatura?, publicado tras la Segunda Guerra Mundial, defendió la idea de que el escritor no podía sustraerse a su responsabilidad política. Para Sartre, escribir era un acto de desvelamiento del mundo, una forma de transformar la realidad a través de la conciencia del lector. En este sentido, la literatura no debía concebirse como un ejercicio de evasión, sino como una intervención activa en la sociedad.
Dentro del ámbito de la sociología de la literatura, Robert Escarpit desarrolló un enfoque empírico que difería de la crítica sociológica marxista. Mientras que esta última analizaba la literatura desde su origen social, la sociología de la literatura se centraba en su circulación y consumo como fenómeno de mercado. Escarpit estudió la producción literaria desde una perspectiva estadística, considerando aspectos como la publicación, la distribución y el consumo de libros. Su enfoque permitía entender la literatura no solo como una expresión ideológica, sino también como un producto inserto en una dinámica económica y social más amplia.
Las investigaciones de Pierre Bourdieu, por su parte, introdujeron el concepto de "campo literario" como un espacio de lucha simbólica donde distintos agentes (escritores, editores, críticos) compiten por el reconocimiento y la legitimidad cultural. Según Bourdieu, la literatura no puede separarse de sus condiciones de producción y recepción, y su valor está determinado por las relaciones de poder dentro del campo cultural. En una línea similar, la teoría de los polisistemas, desarrollada por Itamar Even-Zohar, concibe la literatura como un sistema dinámico dentro del conjunto de las prácticas culturales, lo que implica que su estudio debe considerar factores como la producción, el consumo y las normas que regulan su circulación.
En un contexto más contemporáneo, la teoría poscolonial, representada por autores como Edward Said, Gayatri Spivak y Homi Bhabha, ha cuestionado la visión eurocéntrica de la literatura y ha reivindicado la voz de las culturas subalternas. Said, en Orientalism, denunció la forma en que la literatura y la historiografía occidentales han construido una imagen distorsionada del Oriente, reflejando relaciones de poder y dominación. Estos estudios han ampliado el campo de la crítica sociológica, incorporando nuevas perspectivas sobre la representación cultural y la identidad.
Desde una perspectiva filosófica, Wilhelm Dilthey defendió la autonomía de las ciencias del espíritu, incluyendo la teoría literaria, como disciplinas centradas en la comprensión de la realidad histórica y social. Gadamer, en su obra Verdad y método, destacó la importancia de la interpretación como medio de conocimiento, subrayando que la literatura no solo refleja la realidad, sino que también contribuye a su construcción. En este sentido, la hermenéutica ha jugado un papel fundamental en la consolidación de la teoría literaria como un campo autónomo dentro de las humanidades.
En definitiva, la literatura, lejos de ser una entidad aislada, está profundamente enraizada en su contexto social e histórico. Desde la teoría marxista hasta la sociología empírica y la crítica poscolonial, los estudios literarios han demostrado que la literatura no solo refleja las transformaciones de la sociedad, sino que también participa activamente en ellas. Su análisis, por tanto, no puede limitarse a una perspectiva puramente estética, sino que debe considerar su dimensión política, económica y cultural.
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