La teología de la Diosa Madre se distingue por su concepción radicalmente inmanente de lo divino. No hay para Ella un Más Allá ajeno a la Creación. El mundo no es una obra separada de la Divinidad, sino Smanifestación corporal. Decir que el Cuerpo de la Diosa es la Tierra, la cueva, la carne, el animal y el cielo es una afirmación teológica rigurosa: la Diosa se encarna en la totalidad del universo.
La Tierra no es simplemente un planeta habitable: es el suelo vivo del Cuerpo Divino. Su fertilidad no responde al azar ni a un mecanismo impersonal, sino a la potencia generativa de la Diosa. Allí donde el suelo germina, donde las aguas nutren y donde la semilla se convierte en fruto, allí actúa la Matriz divina.
En esta teología, la agricultura, la cosecha y la alimentación son actos sagrados. La Tierra no se posee ni se explota: se honra, porque en su capacidad de engendrar reside la continuidad de la vida y, con ella, la encarnación de la Diosa misma.
La cueva, presente en toda religión arcaica, no es un símbolo: es el útero geológico de la Divinidad. En las profundidades de la Tierra, en el silencio y la oscuridad, la Diosa se manifiesta como principio de transformación y renacimiento. Quien entra en la cueva no visita un lugar: retorna al seno de la Divinidad para ser reconfigurado.
La cueva es también lugar de aparición, de visión interior y de tránsito entre mundos. En el Paleolítico fue templo, escuela, matriz y sepultura. Toda cueva consagrada es una porción tangible del Cuerpo de la Diosa.
El cuerpo femenino en estado de gestación no representa a la Diosa: es una de sus formas más perfectas. La gestación, la expansión del vientre, el movimiento interno de la vida no nacida son epifanías de la potencia divina que se vuelve carne. En toda gestación, la Diosa se multiplica a través del tiempo y la materia.
Negar la sacralidad del cuerpo gestante es negar el fundamento mismo de la teología de la Diosa. La biología no es una función inferior: es el modo en que la Divinidad se hace visible, activa y transmisible.
Los animales no son creación inferior ni recursos al servicio humano: son expresiones vivientes del Cuerpo de la Diosa. Especialmente en su forma salvaje, el animal manifiesta una libertad, una sensibilidad y una potencia que provienen directamente del principio divino.
Desde el oso y el bisonte hasta el caballo y el pájaro, la tradición religiosa reconoce el valor teológico del animal como portador de sabiduría y guardián de los misterios. Todo maltrato o desprecio hacia lo animal es una transgresión contra el Cuerpo visible de la Divinidad.
El movimiento ordenado de los astros (la Luna, el Sol, las estrellas, los ciclos estacionales) no es un simple fenómeno astronómico: es el ritmo cósmico del cuerpo de la Diosa en su dimensión celeste. Cada órbita, cada fase, cada alineación es una forma de su respiración eterna.
La Luna regula los fluidos, las mareas y los ciclos del cuerpo; el Sol determina el tiempo, el crecimiento y la luz; las constelaciones marcan los ritmos agrícolas y espirituales. Todo el cielo es una danza sagrada, y la Diosa es quien la ejecuta y quien la constituye.
Decir que el cuerpo de la Diosa es la Tierra fértil, la cueva profunda, la carne gestante, el animal sagrado y la danza de los astros no es poesía: es doctrina. Es una afirmación sistemática de que el mundo entero es expresión encarnada de lo divino. No hay ruptura entre lo visible y lo invisible, entre lo espiritual y lo material, entre lo humano y lo no humano.
El cuerpo de la Diosa es la estructura misma del ser. Habitar este mundo con conciencia de esa presencia es el fundamento de toda vida religiosa auténtica. No hay necesidad de templos artificiales: el templo verdadero es el Cosmos mismo, en el que la Diosa se manifiesta incesantemente con poder, verdad y entrega.

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