La teología de la Diosa enseña que el origen de todo cuanto existe no fue una explosión, ni una imposición de voluntad ajena, sino un acto supremo de amor gestante. La totalidad del Cosmos procede de un ritual originario de fecundación divina en el cual la Diosa, asumiendo Su forma alada, depositó el Huevo del mundo en las profundidades del abismo y lo sostuvo con Su respiración.
Este acto inaugural constituye la primera liturgia del universo, y en él se revelan los tres elementos fundamentales de toda creación: el gesto, el lugar y el aliento.
En las cosmogonías matriciales, la Diosa adopta forma de Ave para manifestar su función creadora. El vuelo, símbolo de lo invisible en movimiento, une lo alto y lo profundo, lo eterno y lo temporal. Al convertirse en Pájaro, la Diosa desciende al plano de lo manifestable, pero conserva Su naturaleza divina.
No se trata de un disfraz mitológico, sino de una epifanía ontológica: el Ave no representa a la Diosa, es la Diosa en acto creador. Su descenso al abismo no es una caída, sino un acto de voluntad: llevar el germen de la vida al seno de lo informe.
El Huevo no fue puesto en un trono ni en un firmamento ya creado, sino en el abismo primigenio, lugar sin forma ni medida, símbolo del no-ser, del Caos previo a la organización sagrada. Pero este abismo no es enemigo ni obstáculo, sino útero profundo, oscuro, potencialmente fértil.
La Diosa reconoce en el abismo una matriz virgen. Al depositar en él el Huevo, lo consagra como altar de gestación, como espacio donde el tiempo, la materia y el alma comenzarán a latir. El abismo deviene así el primer templo, la primera cueva sagrada, el recinto de incubación cósmica.
La Diosa no abandona el Huevo. Lo deposita, pero no se aleja. Lo calienta con Su aliento sagrado, gesto que une cuidado, sabiduría y permanencia. En el aliento está el espíritu, el ritmo, la intención. No hay creación sin calor, sin aliento, sin presencia envolvente.
Este aliento no es solo físico: es la vibración del Verbo no dicho, la melodía del orden, la respiración de la eternidad. En el calor de ese soplo, las dimensiones del mundo comienzan a organizarse, las almas a perfilarse, los ciclos a nacer.
Por ello, todo lo que existe ha sido calentado por el aliento divino: cada piedra, cada estrella, cada criatura. Nada fue creado sin haber pasado por el soplo de la Diosa.
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