La teología sagrada de la Diosa reconoce en el Huevo Primordial no solo el inicio de la materia cósmica, sino también el acto divino de condensación del Ser. Antes de toda forma, antes de todo nombre, antes de todo ritmo, el Huevo fue la totalidad en potencia, el germen de la Creación visible e invisible.
Este huevo no fue un objeto físico, sino una matriz ontológica, un útero del Misterio donde las dimensiones del universo se hallaban indistintamente contenidas, perfectamente ordenadas, sagradamente latentes.
En el interior del Huevo Primordial coexistían sin oposición el Cielo y la Tierra, es decir, el principio expansivo y el principio receptivo, el fuego de lo alto y la profundidad del suelo, la luz del día y la sombra del vientre. No eran opuestos, sino complementarios, unidos en un equilibrio perfecto por voluntad de la Diosa.
Cuando el Huevo se abrió, esta unidad se manifestó como bipolaridad sagrada: lo alto y lo bajo, lo celeste y lo telúrico, lo espiritual y lo corporal. Pero su raíz común permanece inalterada en el Misterio matricial.
Junto a los elementos cósmicos, el alma (en su forma germinal) habitaba también en el Huevo. No como una entidad separada, sino como una chispa diferenciada de la Divinidad, llamada un día a encarnarse, a recordar su origen y a retornar a él. Toda alma fue concebida en ese primer latido universal, contenida en la matriz del Todo.
Esta enseñanza declara que la existencia del alma no es un añadido posterior, sino parte esencial del proyecto creador. El alma no nace por accidente: está inscrita en el núcleo originario del Ser.
En el Huevo no solo estaban las formas futuras del mundo, sino también su ritmo, su proporción, su melodía. La música del espacio (las órbitas de los astros, los ciclos del tiempo, la vibración de la materia) ya resonaba en el interior del Huevo como una sinfonía no emitida.
Cuando se abrió, no solo nacieron los cuerpos celestes, sino también su danza. Toda armonía del Universo es eco de la melodía primera contenida en la matriz del Huevo. Así, la música, el número, la geometría y el rito son modos humanos de reconectar con la cadencia primordial del Cosmos.
Decir que el Huevo contenía el Cielo y la Tierra, la semilla del alma y la música del espacio es afirmar que la Creación no fue un desorden inicial que se fue organizando, sino un orden perfecto que se fue desplegando. El mundo no surgió por necesidad, sino por revelación. Y todo lo que es, llevaba consigo desde el origen una estructura sagrada, una dirección interior, un sentido.
El Huevo es, en esta visión, modelo teológico de totalidad y compasión. Todo ha sido contemplado, previsto, amado y sostenido desde antes de su manifestación.
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