En la tradición teológica de la Diosa, los números no son meras cantidades: son signos visibles de una arquitectura espiritual. Cada número que se repite en la Creación expresa una ley del orden divino, una estructura que refleja la inteligencia simbólica del Cosmos. Entre todos ellos, el número trece ocupa un lugar de especial reverencia, porque está íntimamente unido al ritmo lunar, que es también el ritmo de la vida, del cuerpo y del alma.
El número trece no fue nunca arbitrario. Es el número que marca el tiempo en la matriz del cielo: trece lunas en el ciclo completo del año, trece transformaciones visibles de la Luna hasta su desaparición y renacimiento. El trece es el número del regreso y de la renovación.
El año solar, medido por el paso del Sol, divide el tiempo en doce meses convencionales. Pero el calendario más antiguo de la humanidad fue lunar, y en ese calendario el año tenía trece lunaciones completas, de aproximadamente 28 días cada una.
Cada lunación era entendida como una manifestación completa de la Diosa: nacer, crecer, brillar, menguar, ocultarse, renacer. Por eso, el número trece representa el ciclo total de la revelación divina en el tiempo. Es el año sagrado, no basado en la productividad ni en la exactitud técnica, sino en la respiración del cielo y del cuerpo.
En el transcurso de una sola lunación, la Luna se transforma visiblemente trece veces. Desde el primer fino creciente hasta su desaparición en la Luna nueva, el ojo atento puede distinguir trece pasos, trece rostros, trece momentos.
Estos trece momentos fueron considerados escalones del conocimiento espiritual. Cada uno representaba una cualidad del alma en tránsito, una etapa en el proceso de la vida interior. Mirar la Luna noche tras noche era, para los pueblos matriciales, una práctica de contemplación teológica.
El número trece ha sido relacionado desde la Antigüedad con el cuerpo femenino, porque el ciclo menstrual completo ocurre aproximadamente trece veces al año. De ahí que trece sea también el número de la gestación, de la fertilidad, del vínculo entre la mujer y la Luna, entre la sangre y el tiempo.
Por esta razón, el trece fue sagrado en todas las culturas que veneraron a la Diosa. Su posterior demonización en contextos patriarcales no responde a su naturaleza, sino al temor de una sabiduría que no puede ser dominada, de un orden que no depende de la voluntad humana, sino del ritmo celeste.
Reconocer hoy la sacralidad del trece es restaurar el calendario interior del alma, reconciliarse con el tiempo como ciclo, y no como fuga. Es volver a medir la vida con las fases del cielo y no con las exigencias del mercado. Es afirmar que el tiempo está vivo porque está regido por la Diosa.
Cada luna es una lección, y el año contiene trece de estas lecciones. Cada paso lunar es un eco de la primera gestación del cosmos. El trece nos recuerda que todo lo creado se mueve en círculos, en respiraciones, en retornos.
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