Frente a las formas de lo divino que se revisten de misterio inaccesible o se presentan con ornamentos de poder, la Diosa se ofrece desnuda. Esta desnudez no implica exposición ni vulnerabilidad, sino afirmación teológica de su verdad, de su suficiencia y de su pureza radical.
La desnudez de la Diosa significa que no oculta nada, ni en Su Ser ni en Su voluntad. No hay en Ella doblez, ambigüedad ni apariencia: Su forma es expresión directa de Su verdad. La Divinidad no se presenta a través de símbolos externos, sino mediante la evidencia plena de Su Cuerpo.
En este sentido, la desnudez es una teofanía: una manifestación de lo divino tal como es, sin mediaciones. Contemplar el Cuerpo de la Diosa es contemplar la verdad del origen, la naturaleza del mundo y el destino del alma.
La desnudez de la Diosa no es parcial ni fragmentaria. Cada parte de Su Cuerpo manifiesta un aspecto del Universo: el vientre es el mundo, los senos son las aguas y el alimento, los muslos son la tierra firme, la vulva es la puerta de la vida y del renacimiento. Nada está oculto porque nada está separado.
La totalidad que Ella encarna no es una abstracción. Es una Unidad visible, presente, activa. Por eso, Su Cuerpo no necesita ser velado ni dividido. Ver a la Diosa es ver el Todo. Y en Su desnudez, el Todo se da a conocer en su forma más directa y accesible.
La teología de la Diosa no concibe la pureza como ausencia de materia o alejamiento del mundo. Al contrario: la pureza es el estado original de unidad entre lo divino y lo creado. La desnudez de la Diosa manifiesta esa condición primera, anterior a toda culpa, a toda ruptura, a toda separación entre cuerpo y espíritu.
No hay en Su Cuerpo vergüenza ni pecado, porque Ella es anterior al juicio, anterior a la caída, anterior a la división. Su desnudez es la memoria viva de la integridad perdida, y al mismo tiempo, la promesa de su restauración.
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