La imagen arquetípica de la Diosa Madre desnuda atraviesa milenios de iconografía religiosa y permanece, en el marco de una teología seria, como una afirmación doctrinal fundamental: la Diosa se representa desnuda no por una necesidad estética ni erótica, sino porque Su desnudez expresa una verdad ontológica absoluta: Ella es completa en Sí misma.
En las estatuillas paleolíticas, en los relieves de las culturas agrícolas, en las representaciones litúrgicas neolíticas, la Diosa aparece una y otra vez sin vestidura alguna. Esta reiteración visual no es contingente, sino expresiva de un dogma primigenio: la Divinidad femenina no necesita ocultarse ni añadirse nada, pues contiene en sí la plenitud del ser.
La teología de la Diosa afirma que la desnudez divina no es carencia, sino suficiencia ontológica. A diferencia de las concepciones religiosas que revisten a la Divinidad con atributos, vestiduras o signos de autoridad añadidos, la Diosa se muestra tal como es: origen, forma y fin de todas las cosas. Su Cuerpo desnudo no necesita complementos porque en Él reside la totalidad del principio generador.
No hay en Ella fragmentación ni división. Cada parte de Su Cuerpo visible (vientre, senos, vulva, caderas) manifiesta un aspecto esencial de la Creación. No son órganos: son expresiones teológicas. La desnudez de la Diosa es síntesis corpórea del Cosmos: Su Cuerpo es el símbolo absoluto de la unidad entre materia y espíritu, tiempo y eternidad, vida y transformación.
En segundo lugar, la desnudez de la Diosa expresa transparencia ontológica. Ella no oculta Su ser, no impone misterio por separación, sino que hace del misterio una revelación directa, encarnada. La desnudez es la forma en que lo divino se deja ver sin velo ni mediación. No hay artificio. No hay distancia. Lo que ves, es.
La transparencia de la Diosa implica también una teología de la confianza: la Divinidad no se presenta como poder separado, sino como Presencia entregada al mundo. No hay engaño en Ella, no hay máscara ni jerarquía impuesta. Hay exposición radical de la verdad divina en lo más concreto y visible de lo creado: el cuerpo.
Finalmente, la desnudez de la Diosa es teológicamente expresión de entrega absoluta. Ella se da por completo al mundo, sin retener nada para sí, sin escindirse del Universo que ha engendrado. La Diosa no es una Demiurga lejana ni un Principio trascendente que observa desde fuera: es la Matriz que se ofrece, la forma que se deja habitar, el Cuerpo que sostiene, nutre y acoge.
Cada criatura es acogida en Su Cuerpo, y por eso Su desnudez es un acto de hospitalidad ontológica: no excluye, no juzga, no controla. A través de Su entrega corporal, la Diosa establece el principio teológico de la comunión como forma de relación con lo sagrado. Lo divino no exige obediencia, sino que se da como morada, origen y destino.
La representación de la Diosa desnuda no debe interpretarse como símbolo estético ni como concesión cultural primitiva, sino como afirmación doctrinal de tres dimensiones esenciales de la Divinidad femenina: su totalidad, su transparencia y su entrega.
En un contexto de religiones que separan lo sagrado de lo material, que visten a sus dioses de poder externo y que fragmentan al ser humano, la desnudez de la Diosa Madre proclama con claridad una teología del cuerpo, de la inmanencia y de la unidad.
Contemplar su cuerpo desnudo no es un acto visual: es un acto teológico que restaura el vínculo entre lo divino y lo viviente.
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