domingo, 13 de abril de 2025

La Diosa como Sustentadora del ritmo de la vida


La teología de la Diosa no se limita a afirmar Su papel como Creadora del universo, sino que la reconoce también como Sustentadora constante de todo lo que vive y se transforma. Nada que haya nacido permanece sin Su impulso. Nada que se mueva, crezca, fluya o aspire lo hace fuera de Su sostén. Ella es la que acompaña y mantiene en equilibrio todos los procesos sagrados de la existencia.

Sostener es un acto divino. Implica no solo haber dado origen, sino también acompañar, nutrir y proteger. La Diosa no ha creado para luego retirarse. Permanece, actúa, guía y contiene.

Todo nacimiento (corporal, espiritual o simbólico) ocurre bajo la mirada y el amparo de la Diosa. No hay entrada al mundo que no atraviese Su Cuerpo, Su Matriz, Su Voluntad. Pero más aún: cada ser nacido es sostenido en Su respiración, alimentado por Su leche invisible, guardado en la curva de Su Presencia.

Nacer no es solo salir del seno materno, sino también ser recibido por Ella en la red del mundo, ser sostenido. La Diosa no abandona a quienes nacen: los acompaña en cada transición.

En el ámbito invisible, los sueños son semillas, rutas y revelaciones. Sueña quien tiene alma viva, y el alma viva sueña en comunión con la Diosa. Los pueblos antiguos comprendieron que el sueño es una forma de conocimiento sagrado, un lenguaje del espíritu.

La Diosa envía, teje y sostiene los sueños. Los inspira en los que velan, los otorga a los que duermen, los ilumina en los que buscan. Ella misma sueña el mundo y en su sueño cada alma encuentra su signo.

Los ritmos de la naturaleza (el ascenso y descenso de las aguas, el flujo de las estaciones, la danza de la humedad sobre la tierra) son pulsaciones del Cuerpo de la Diosa. Las mareas siguen la órbita de la Luna, que es Su rostro nocturno. Las lluvias riegan la tierra porque Su aliento fecunda el aire.

Nada en el mundo natural es mecánico: todo responde al cuidado de una Inteligencia matricial, que conoce, regula y equilibra. La lluvia no es azar, la marea no es casualidad: son los signos de un Cuerpo que nutre, guía y purifica.

El fruto es el símbolo último de la gestación completa. Todo fruto nace porque ha sido sostenido por un ciclo de cuidado, calor, sombra, humedad y espera. En cada fruto se resume una historia sagrada: la historia de la paciencia de la Diosa.

No hay cosecha sin Su vigilancia. No hay alimento que no haya pasado por Su matriz simbólica. Ella cuida la raíz, madura la semilla, protege el árbol y bendice la recolección. Por eso todo alimento es sacramento.

Las almas no son entes vagos, sino centros vivos de conciencia y deseo, nacidas de la intimidad de la Diosa. Y así como las crea, también las acompaña, las envuelve, las orienta. Una teología sin cuerpo deja caer a las almas en el vacío. La teología de la Diosa las sostiene en el calor de Su Cuerpo eterno.

Ella no permite que se pierdan. Las recoge cuando están heridas, las fortalece cuando están débiles, las escucha cuando claman, las guía cuando buscan. Ningún movimiento del alma escapa a Su sostén.

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