domingo, 4 de mayo de 2025

Aprender del mundo: estaciones y sabiduría ancestral

Mucho antes de que existieran relojes, calendarios o mapas, los pueblos antiguos ya sabían leer el tiempo. Su escuela era el cielo. Sus maestros, los árboles, el viento, los animales. No medían los días: los sentían. No dominaban la naturaleza: vivían dentro de su latido. Observando el paso de las estaciones, aprendieron una de las lecciones más profundas que puede recibir un ser humano: vivir en armonía con el pulso del mundo, aprender a esperar, a confiar, a agradecer.

La primavera les enseñaba a comenzar. A sembrar sin garantías. A confiar en el poder invisible que hace brotar la vida bajo la tierra aún fría. Era tiempo de entusiasmo, pero también de paciencia. De preparar la tierra, de atender los signos, de no exigirle al brote lo que aún no puede dar.

El verano les mostraba el esplendor, pero también la responsabilidad. La abundancia no se celebraba con exceso, sino con respeto. Era el momento de trabajar con alegría, de cuidar lo que había florecido, de comprender que la fuerza del sol no es sólo don, sino también fuego que puede quemar si no se honra con equilibrio.

El otoño, con su oro melancólico, les recordaba la sabiduría del desprendimiento. Era la estación del agradecimiento y de la cosecha, pero también del dejar ir. De saber recoger y compartir. De mirar el fruto con gratitud, no con codicia. Y de preparar el cuerpo y el alma para el gran silencio.

El invierno, por último, no era temido, sino aceptado. Era el tiempo de la cueva, del fuego bajo techo, del sueño largo y reparador. Nada se exigía. Todo se replegaba. Allí los pueblos comprendían que lo que parece muerte es sólo transformación profunda. Que el alma, como la semilla, necesita oscuridad para renacer con fuerza.

De esta escucha nacía una forma de vida basada no en el control, sino en el acompañamiento. No en la prisa, sino en el ritmo. No en la ansiedad del resultado, sino en la confianza en el ciclo. Saber esperar, saber confiar, saber agradecer: tres actos profundamente revolucionarios en un mundo que ha olvidado que también nosotros somos estación, tierra, semilla.

Los pueblos primitivos no eran "atrasados", como tantas veces se ha repetido con arrogancia. Eran sabios. Sabían que el cuerpo tiene sus propios equinoccios. Que el corazón florece y se marchita. Que el espíritu también necesita descansar. 

Volver a mirar las estaciones no es sólo un gesto poético o romántico. Es un acto de reconexión profunda. De humildad cósmica. De reverencia. Es recordar que aún podemos vivir al compás de la Tierra, no contra ella. Que aún podemos aprender del viento, del musgo, del cielo. Y que el primer paso, como ellos sabían, no es hacer más, sino escuchar mejor.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario