En la teología de la Diosa, tal como ha sido conservada en las matrices simbólicas de las religiones preindoeuropeas, las cosmologías celtas, mediterráneas y anatolias, así como en múltiples tradiciones oraculares y mistéricas, el mundo no se concibe como una estructura fragmentada, sino como un organismo vivo y sacralizado que se articula en tres regiones fundamentales: el Cielo, la Tierra y las Aguas Subterráneas. Estas no son solamente niveles espaciales, sino planos de realidad ontológica, regiones teofánicas y trinitarias que constituyen la totalidad del Ser manifestado en el cuerpo de la Diosa.
En el horizonte celeste se manifiesta el rostro luminoso de la Diosa como principio ordenante, mediador de las energías solares, lunares y estelares. No se trata de un Cielo transcendente y separado, como en la teología patriarcal posterior, sino de un Cielo que desciende, que se curva, que abraza. La bóveda celeste es Su manto, su hemisferio protector, la corona de Su cabeza. Allí habitan los ciclos del tiempo sagrado: las lunaciones, los solsticios, las conjunciones. El Cielo es región de visión, revelación y conjuro. En él reside la Sabiduría, no como principio racionalista, sino como Inteligencia arquetípica, como armonía cósmica en movimiento. Es el ámbito de las aves, los vientos, los presagios, los cantos oraculares. En los rituales, el Cielo se invoca no para huir de la materia, sino para conferir sentido, orientación y verticalidad al devenir cíclico.
La Tierra, en la religión de la Diosa, no es simple escenario ni recurso, sino el Cuerpo mismo de lo sagrado. Ella es la matriz activa de toda vida, la dadora de forma, la que alimenta y sostiene. No se habla de “naturaleza” como entidad externa, sino de la Diosa encarnada en la geografía: colinas, piedras, bosques, plantas, volcanes. La Tierra es el lugar de la comunión: entre los seres humanos y los animales, entre lo visible y lo invisible, entre el tiempo del cuerpo y el tiempo del símbolo. En ella se expresan las estaciones, los misterios agrícolas, la gestación y el duelo. Es el plano del ritual cotidiano, de la danza, del altar, del hogar. Habitar la Tierra según la teología de la Diosa implica una espiritualidad encarnada, circular, profundamente relacional. Aquí reside el Reino Medio, el equilibrio entre lo alto y lo profundo, donde todo nace, se transforma y retorna.
La tercera región, y la más malinterpretada desde paradigmas lineales o dualistas, es la de las Aguas Subterráneas, símbolo de lo invisible, de la memoria ancestral, del inconsciente colectivo y del poder regenerador de la muerte. Estas aguas no son negativas ni infernales en el sentido patriarcal posterior, sino uterinas y soteriológicas. En ellas habita la Diosa como Anciana, como Tejedora de destinos, como Guardiana del Misterio. Las fuentes sagradas, los pozos, los ríos subterráneos, las cuevas húmedas y los pantanos son puertas hacia esta región profunda, donde lo no dicho, lo no nacido y lo ya muerto conviven en estado latente.
La Aguas Subterráneas son el lugar de las iniciaciones, de los sueños oraculares, de las pruebas interiores. Beber de ellas (simbólica o ritualmente) implica morir a lo superficial para renacer a lo esencial. En esta región residen también los espíritus ancestrales, los ciclos kármicos, los embriones del porvenir. La Diosa, en su aspecto ctónico, no castiga: transmuta.
En su conjunto, estas tres regiones no están jerarquizadas, sino entrelazadas. El Cielo se refleja en la Tierra, la Tierra bebe de las Aguas Subterráneas, y éstas son alimentadas por las lágrimas de las estrellas. Esta cosmología trinitaria establece una ontología de la relación, no de la separación. La espiritualidad de la Diosa no busca ascender rompiendo el vínculo con la materia, sino profundizar en la materia hasta lo sagrado. Así, vivir religiosamente es habitar plenamente las tres regiones: mirar al Cielo con los pies en la Tierra y el corazón hundido en las aguas profundas del alma.
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