El descenso a la cueva era, y sigue siendo, un acto teológico. En él no se busca una evasión, sino un reingreso: una vuelta ritual al lugar de donde todo nace, no sólo biológicamente, sino también espiritualmente. La teología de la Diosa enseña que la verdad más alta no se encuentra en el ascenso vertical a una trascendencia separada, sino en el descenso interior hacia lo oculto, lo cíclico, lo gestante. Por eso la cueva es también lugar de iniciación: no como acceso a un conocimiento racional, sino como tránsito hacia una forma de sabiduría encarnada, silenciosa y total.
En muchas culturas ancestrales, las cavernas eran utilizadas como santuarios, oráculos, tumbas y lugares de nacimiento simbólico. El ritual de entrar en la cueva equivalía a volver al cuerpo de la Diosa, a ser acogido por Su vientre de piedra y sombra, a pasar por la experiencia del no-saber y del no-ser para renacer transformado. En el seno oscuro de la cueva, el yo se disuelve; las categorías ordinarias se suspenden; el alma aprende a escuchar otra música: la del latido primordial, la del tiempo circular, la del silencio fértil.
La cueva es, por tanto, espacio liminal: frontera entre lo visible y lo invisible, entre la vida y la muerte, entre el mundo profano y el ámbito de lo sagrado. Pero no es un umbral que separa, sino que reintegra. Es un espacio anterior a toda escisión, a toda dualidad. Allí, en su centro, la Diosa no enseña con palabras, sino con presencia. Su teología no se proclama, se experimenta; no se predica, se encarna; no se impone, se revela.
En su función uterina, la cueva también acoge lo que ha sido rechazado, lo que está en proceso, lo que aún no ha tomado forma. Es el lugar del alma inacabada, de la visión aún velada, de la semilla aún sin germinar. Y precisamente por eso es sagrada. Porque recuerda al ser humano que no es dueño del misterio, sino su hijo; que no se accede a la verdad conquistando, sino entregándose.
La teología de la cueva ofrece un camino alternativo. Volver a la cueva es volver al cuerpo, a la Tierra, a la Diosa. Es volver al origen, no como nostalgia, sino como regeneración. Por eso, en las religiones de la Diosa no se busca un cielo lejano: se desciende, se entra, se escucha. Y en ese acto de descenso (ritual, corporal, espiritual) se reconoce que el lugar más sagrado no está afuera, sino adentro: en el vientre oscuro donde todo comienza y todo puede recomenzar.
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