miércoles, 7 de mayo de 2025

La Tierra como Cuerpo de la Diosa: teología de la encarnación sagrada

 



En la teología de la Diosa (recuperada a través del estudio de las religiones matriciales, las cosmologías agrarias y las tradiciones mistéricas de raíz prepatriarcal) la Tierra no es un “reino” separado de lo divino, ni un “recurso” disponible para la voluntad humana, sino el Cuerpo mismo de la Divinidad femenina. Decir que la Tierra es la Diosa no es una metáfora, sino una afirmación teológica de la más alta densidad ontológica: Su carne es el humus, Su piel es el campo, Su aliento es el viento que mece las copas de los árboles. Habitar la Tierra, entonces, es habitar el cuerpo vivo y sagrado de la Divinidad.

La Tierra es Su epifanía encarnada, Su manifestación tangible, visible, respirable. No se trata de una encarnación episódica o excepcional (como la de ciertas figuras mesiánicas en las religiones históricas) sino de una encarnación permanente, cíclica, múltiple. El cuerpo de la Diosa no se limita a un individuo, sino que se despliega en cada ser viviente: en cada raíz, en cada monte, en cada criatura que nace, sangra, muere y se descompone para volver a nacer. La materia no es, en esta visión, un obstáculo para lo espiritual, sino su forma más plena.

La fertilidad de la Tierra no es sólo biológica, sino teológica. Ella pare sin cesar: desde Su vientre brotan los árboles, los animales, los humanos, y también los sueños, los mitos, las visiones. Su sangre es la savia, el río, la lava; Sus huesos son las rocas; Su útero, las cavernas. La Tierra es un templo sin muros, un altar en movimiento, un cuerpo ritual que no cesa de renovarse. La agricultura tradicional, la danza estacional, el enterramiento sagrado: todos estos gestos antiguos son formas de reconocer y honrar la corporeidad divina del mundo.

Llamarla Madre no debe entenderse aquí en un sentido sentimental o biologicista, sino en su raíz arquetípica y mística: Mater como Materia, Magna Mater como Principio originario, Portadora del ritmo, del alimento, del límite y de la forma. En esta teología no hay salvación que consista en escapar de la Tierra, sino sólo en reconciliarse con Ella, en habitarla con reverencia, en oír Su lenguaje, en devolverle el aliento que nos ha sido prestado.

El ser humano, nacido de la Tierra, no es su amo, sino su criatura. Su lugar teológico es el de hijo y de amante, no el de dominador. La verdadera espiritualidad, desde esta perspectiva, no se ejerce contra la materia ni por encima de lo viviente, sino en el cuidado del cuerpo de la Diosa. Arar, sembrar, recoger, curar, proteger, caminar descalzo: todo acto que honra la Tierra es un acto litúrgico. El crimen ecológico es, entonces, no sólo una catástrofe política o económica, sino una herejía, una profanación de lo sagrado.

Volver a decir (con voz teológica, no sólo poética) que la Tierra es el Cuerpo de la Diosa, implica asumir una visión del mundo en la que lo sagrado no es vertical ni exterior, sino horizontal e íntimo. La divinidad no está fuera del mundo: lo infunde, lo sostiene, lo gesta desde dentro. Y por eso, cada raíz que rompe el suelo, cada animal que nace, cada ser humano que toca la tierra con las manos, está tocando la carne de la Diosa.

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