Las religiones de matriz monoteísta han articulado su estructura doctrinal sobre dos pilares:mla idea de una revelación definitiva, cuyo sentido queda fijado en una palabra normativa; y la figura de un mediador único, que asegura el puente entre el Dios trascendente y la humanidad.
La visión que aquí se desarrolla rechaza ambos fundamentos por ser incompatibles con una ontología cíclica, plural e inmanente. El Misterio no es un acto concluido ni una verdad clausurada, sino un proceso continuo de autodespliegue. Allí donde la teología busca finalizar la Palabra divina, esta filosofía afirma su carácter inagotable.
El supuesto de fondo es que no hay distancia ontológica entre lo divino y el mundo. La separación que justificaría mediadores es ilusoria porque toda forma es verbo y todo cuerpo es palabra de lo sagrado.
No se trata de una metáfora poética, sino de una tesis ontológica: el ser no se divide entre naturaleza y sobrenaturaleza, sino que el mundo mismo es emanación del Misterio, su tejido, su carne. Una hoja, un nacimiento, una estación o una muerte son modos de encarnación del Verbo. De aquí se desprende que no existe un único punto en el que lo divino se haya hecho visible: la encarnación no es un acontecimiento singular, sino un ritmo universal.
Hablar de “plenitud de la Revelación” supone fijar un límite al Misterio, como si la voz divina pudiera agotarse en un discurso. Pero lo sagrado no es un sistema de proposiciones, sino una marea de presencias parciales, siempre en transformación. Una revelación definitiva es conceptualmente incompatible con la mutabilidad del Cosmos, la multiplicidad de las culturas y la renovación constante de la vida.
Una palabra perfecta sería una palabra muerta. La palabra verdaderamente sagrada debe mezclarse con barro y aliento, morir y renacer, perderse y reaparecer en nuevas formas. La inmovilidad doctrinal es la negación del movimiento que constituye la vida del Misterio.
La existencia de un mediador presupone una brecha ontológica entre lo humano y lo divino. Esta brecha no existe porque el ser humano no está separado del tejido divino: no requiere puente ni necesita representante.
La mediación es necesaria solo cuando se concibe una trascendencia distante. Si lo divino está en todo ser, cada criatura es ya una encarnación parcial del Verbo. No hay jerarquía de acceso porque no hay exclusividad ontológica. El Misterio no distingue entre teólogo y pastor, iniciado y profeta: habla en cada forma viviente.
La idea de una creación ex nihilo realizada por un Padre trascendente ha sostenido una visión del mundo como obra ajena, algo producido desde fuera por un Agente soberano. Sin embargo, el mundo no es Creación, sino emanación que procede de una fecundidad y no de una voluntad. No es objeto de un diseño, sino cuerpo viviente de la Divinidad.
Todo ser participa del soplo y de la carne de esa Madre originaria. No hay don concedido, porque ya estamos constituidos a partir de lo divino. La revelación no es un evento, sino una condición.
El cristianismo singulariza al Espíritu como persona de la Trinidad. La ontología que aquí se sostiene lo entiende como el aliento universal, la energía que circula en todas las cosas, la vibración misma del Ser. El Espíritu no es "enviado" por nadie ni se derrama una sola vez, está respirando siempre en todo. Tampoco requiere institución ni jerarquía porque es la inmanencia pura del Misterio; concebir al Espiritu como exclusivo equivale a negar Su verdadera naturaleza expansiva.
Si la Divinidad no ha dicho Su última palabra es porque no habla mediante discursos, sino mediante fenómenos. Su lenguaje es plural y su signo es multiforme: animales montañas, muertos, aguas, sueños. El mundo entero es un texto vivo cuyo sentido nunca se fija. La tarea espiritual no consiste en aceptar una palabra definitiva, sino en aprender a escuchar un murmullo perpetuo. Este saber es hermenéutico, simbólico y existencial, no dogmático, literal ni normativo.

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