La metafísica monoteísta ha edificado buena parte de su estructura doctrinal sobre el supuesto de un principio único, tanto en el ámbito ontológico (Dios Creador) como en el antropológico (la pareja fundacional). La unidad originaria opera como fundamento de la historia, de la moral y de la economía de la salvación.
La ontología pluralista y telúrica rechaza esa genealogía unívoca. Los orígenes son múltiples, cíclicos y locales: cada cultura, linaje, territorio y comunidad posee sus primeros padres, sus protectores divinos, sus héroes civilizadores y sus espíritus ancestrales. El mundo no empieza una sola vez; empieza tantas veces como generaciones nacen. Este reconocimiento de la pluralidad originaria rompe la linealidad del relato monoteísta y permite comprender el mito como un campo polifónico, no como una narración exclusiva.
En las religiones trascendentes, la Divinidad se manifiesta desde un lugar exterior (el cielo, lo suprasensible) hacia un mundo que, en principio, no la contiene. De ahí la idea de revelación, entendida como acto excepcional. Pero la Divinidad se manifiesta a los humanos como el mundo entero,pues todo lo que existe es epifanía continua del Misterio; no hay un ser personal divino que intervenga en la historia, sino una presencia permanente que atraviesa los fenómenos naturales, los ciclos vitales y los procesos orgánicos.
Por ello, la comunión con lo sagrado no es un don escaso ni un privilegio ritual: es la condición natural del ser. Toda criatura participa del tejido divino como una célula participa del cuerpo vivo del cosmos.
En la genealogía judeocristiana, la caída constituye el eje en torno al cual se articula el drama de la salvación: la desobediencia produce exilio, culpa, ruptura y, finalmente, la necesidad de redención. Sin embargo, una lectura comparada de los mitos de conocimiento muestra que el relato del Edén es, en realidad, una inversión polémica de estructuras más antiguas. En los mitos telúricos y agrarios Eva no peca, sino que conoce; la serpiente no engaña, sino que enseña; y el fruto no condena, sino que revela.
Lejos de expresar una pérdida, el gesto original representa el despertar de la consciencia, la entrada en el saber profundo que vincula al ser humano con la Tierra, los ciclos y los misterios femeninos. La demonización posterior del gesto (y con él, de la sabiduría femenina y telúrica) inaugura una ontología de la separación entre el hombre y la Tierra.
La crítica a la caída implica rechazar la idea de una humanidad ontológicamente rota. No se necesita salvación porque no hubo pérdida original: solo vida, sufrimiento, muerte y regeneración, como dinámicas del ciclo.
La visión monoteísta interpreta el dolor como castigo, consecuencia de la falta o expresión de la distancia con Dios. En cambio, el sufrimiento es parte constitutiva del ciclo vital, no signo de ruptura metafísica. El sufrimiento no requiere redención, sino integración porque es un ritmo de la existencia, no un problema moral.
Asimismo, la Divinidad no promete rescatar del devenir, porque el devenir es Su expresión. La tarea espiritual no es escapar del mundo, sino reintegrarse en sus ritmos, comprenderlos y asumirlos.
Frente a la revelación vertical (palabra de un Dios que desciende), la comprensión de lo sagrado asciende desde lo profundo: de la raíz (símbolo de la continuidad con la Tierra), la sangre (memoria corporal y ancestral) y el sueño (espacio de comunicación con el mundo invisible). La sabiduría no se recibe desde arriba, sino que emerge desde dentro de la vida. De ahí que el conocimiento sea simbólico, intuitivo y corporal, no racional ni doctrinal.
Las religiones trascendentes ubican la alianza entre Dios y la humanidad después de una gran purificación (el Diluvio), pero la alianza es un hecho natural anterior a cualquier mito histórico: es la interdependencia ontológica entre humanos, animales, plantas, minerales, aguas y astros. No se trata de un pacto firmado entre sujetos metafísicos, sino de una ecología espiritual: todo lo que existe participa del mismo orden y responde a los mismos ritmos. Lo que se llama “alianza” es, simplemente, la solidaridad metafísica del Cosmos vivo.
De este modo, el mito del Diluvio deja de ser un episodio histórico para convertirse en un drama cósmico del exceso y la restauración: cuando el equilibrio se rompe, el agua o el tiempo devuelven el orden. No hay juicio moral, sino ritmo natural.

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