miércoles, 19 de noviembre de 2025

LO SAGRADO COMO EXPERIENCIA VIVA


La mayoría de las religiones organizadas han entendido lo sagrado en términos de "mensaje": un conjunto de contenidos que se reciben, preservan y transmiten de generación en generación. Este modelo presupone que la relación con la Divinidad se basa en la información revelada, en la estructura jerárquica de mediadores y en una continuidad doctrinal supuestamente garantizada por autoridades humanas.

En lugar de un mensaje revelado y estático, proponemos una experiencia directa, inmediata y cambiante de lo sagrado, inseparable del mundo natural y de los ciclos del tiempo.

El primer punto fundamental es que el saber espiritual no es un conjunto de proposiciones ni un depósito doctrinal. No hay un mensaje cerrado que deba conservarse intacto. Lo sagrado se manifiesta en los lugares, en los ciclos estacionales, en las prácticas rituales, en los cambios históricos y en la percepción individual y colectiva. Por ello, el saber espiritual es práctica viva, no doctrina fija. La codificación doctrinal introduce una distancia artificial entre la experiencia y su interpretación y con ello pierde la espontaneidad espiritual que caracteriza a la relación originaria con lo divino. 

La segunda tesis central es la negación de una estructura jerárquica que monopolice el acceso a lo sagrado: no existe una cadena ontológica entre lo humano y lo divino que justifique mediadores privilegiados. La idea de apóstoles, obispos o cualquier autoridad espiritual investida de poder especial es una apropriación humana del ámbito sagrado, no una necesidad ontológica.

La relación con la Divinidad no requiere autorización: cada individuo, comunidad, linaje y territorio pueden entrar en contacto con el Misterio a través de su propia sensibilidad, práctica y ritual. Esto no implica relativismo, sino pluralidad legítima de vías espirituales.

Frente a la sucesión eclesiástica, esta filosofía afirma una transmisión iniciática sustentada en el aprendizaje por experiencia, la observación del mundo natural, la interpretación de los ciclos, los símbolos compartidos y los rituales transmitidos por maestros y comunidades. El conocimiento no se conserva en textos normativos, sino en gestos, sueños, plantas, ritmos y silencios. No se transmite de forma abstracta, sino encarnada. Mientras la doctrina se basa en la autoridad, la iniciación se basa en la participación.

El modelo trinitario concibe al Espíritu Santo como una Persona divina que actúa mediante designaciones concretas: profetas, apóstoles, jerarquías. Sin embargo, el Espíritu no es una entidad separada sino la fuerza vital, el aliento presente en toda la Naturaleza.

Es incoherente sostener que esta fuerza universal solo se manifiesta a través de ciertos individuos escogidos. Si el Espíritu es vida, su acción se expresa en animales, plantas, minerales, ríos, tormentas, nacimientos y muertes. Limitarlo a una élite espiritual es una reducción antropocéntrica y culturalmente condicionada que contradice la propia noción de inmanencia.

Las religiones monoteístas han concebido el tiempo espiritual como un movimiento lineal y cerrado que parte de un acontecimiento fundacional (revelación) y avanza hacia una consumación final (escatología). El tiempo sagrado es cíclico, no lineal: el conocimiento espiritual no tiene un origen absoluto ni posee una culminación definitiva. Tampoco sigue una ruta única ni aspira a una verdad final. El saber se regenera continuamente en función del mundo, del clima espiritual de cada época y del vínculo con el lugar y las fuerzas naturales. Pensar que una tradición humana contiene “toda la verdad, válida para siempre” implica un estancamiento contrario a la dinámica misma del Misterio.

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