En gran parte de la tradición religiosa monoteísta, lo sagrado se ha identificado con una Palabra revelada: un mensaje pronunciado por un Dios trascendente, fijado en un texto sagrado y transmitido por una institución. Esta comprensión logocéntrica supone que el acceso a la Divinidad se produce mediante un contenido verbal y que el estatuto de lo sagrado puede preservarse por escrito.
La Divinidad no "habla", sino que se manifiesta. Su manifestación no adopta la forma de un discurso, sino la de una presencia inmanente inscrita en el mundo. De ahí que la noción de Palabra revelada sea una reducción antropocéntrica que transforma la experiencia del Misterio en doctrina.
No existe una separación ontológica entre la Divinidad y el mundo, porque si lo sagrado es la Vida misma no puede ser encapsulado en mensajes. La realidad natural (los ritmos, las estaciones, la muerte y el renacimiento, la fertilidad, las tempestades y los ciclos) constituye la forma primaria de manifestación del Misterio. Por tanto, la “Palabra de Dios” no se distingue del mundo: el mundo mismo es la Palabra, no en sentido lingüístico, sino ontológico.
Concebir una revelación discursiva supone separar a la Divinidad de su propio cuerpo. Esta separación ficticia da origen a la noción de doctrina revelada, una forma tardía y secundaria de espiritualidad.
Si la Divinidad no habla mediante palabras, entonces no hay "mensaje" que transmitir. La reducción del Misterio a doctrina es una forma de poder institucional: fija lo que es esencialmente móvil, controla lo que es espontáneo y normativiza lo que es plural.
Lo sagrado no puede ser capturado por la escritura porque esta, por su naturaleza, inmoviliza. La escritura fija lo que en la experiencia es fluido, conserva lo que en la vida es perecedero y universaliza lo que en el espíritu es local y singular. Por eso el conocimiento sagrado se transmite mediante memoria ritual, gesto corporal, observación de los ciclos y enseñanza directa de maestro a discípulo.
El texto es útil como recordatorio, pero filosóficamente insuficiente para contener el Misterio. La “salvación puesta por escrito” resulta conceptualmente incompatible con una filosofía que identifica lo divino con la vida misma: el Misterio no se codifica, se habita.
La noción de salvación presupone culpa, caída y condena. El ser humano no está separado de la Divinidad; solo puede sentirse desajustado respecto al orden natural y espiritual del mundo. Así, el problema no es el pecado, sino el desequilibrio, y el remedio es la reintegración, no la "redención".
La salvación no se comunica por mensaje doctrinal universal, porque no hay verdad única que aplicar a todos los pueblos. Cada comunidad encuentra su propio equilibrio mediante su relación con su tierra, su linaje espiritual, su memoria ancestral, sus prácticas rituales y sus propios espíritus protectores. Por ello, la idea de un anuncio universal es una forma de simplificación teológica que desconoce la diversidad de los vínculos sagrados.
El universalismo religioso presupone que existe una Verdad válida para todas las culturas, lugares y épocas. Nosotros sostenemos que no existe un mensaje único ni una estructura espiritual homogénea porque el Misterio es plural en sus lenguajes y formas: cada territorio, comunidad y época reciben una manifestación propia. La tentativa de fijar por escrito una doctrina universal implica ignorar la naturaleza plural, cíclica y contextual de lo sagrado. La verdad nunca es universal, sino situada; la sabiduría es eterna porque es renovable, y el Misterio es cíclico, jamás lineal.

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