sábado, 31 de mayo de 2025

El desarrollo de la retórica en los siglos XVII y XVIII


En Francia, el movimiento antirretórico humanista comienza con Descartes, quien, en su Discurso del método (1637), introduce una lógica basada en la geometría, que rechaza los métodos persuasivos tradicionales de la retórica. Esta perspectiva es ampliada por Pascal, quien defiende que el lenguaje debe ajustarse al pensamiento, y por la Lógica de Port-Royal (1662), que considera la retórica como incapaz de descubrir la verdad.

En Inglaterra, el cambio hacia un estilo más sencillo y pragmático, influenciado por la nueva ciencia y por figuras como Bacon, Hobbes y Locke, se opone al estilo recargado de la época. Bacon, por ejemplo, coloca la retórica en un lugar propio dentro del conocimiento, similar a la lógica, pero con un enfoque práctico. Otros, como Hobbes y Blount, también abogan por un estilo claro y conciso. La Royal Society refuerza este enfoque científico del lenguaje, buscando claridad y brevedad.

En el siglo XVIII, la retórica sigue siendo parte fundamental de los planes de estudio, aunque se enfrenta a un periodo de decadencia, especialmente en la oratoria sagrada, que a menudo se vuelve pomposa y vacía. El filósofo David Hume en su Of Eloquence (1743) critica la elocuencia moderna y conecta la retórica con la lógica y la belleza. Mientras tanto, en Escocia, pensadores como Kames, Campbell y Blair abogan por una retórica que conecte la razón con la emoción y que valore el gusto y la claridad.

Por último, en España, aunque la influencia de la retórica clásica se mantiene, se reconoce una decadencia, especialmente en la oratoria sagrada, que se ve reflejada en obras como Fray Gerundio de José Francisco de Isla, que critica el estilo barroco excesivo en los sermones. Durante este periodo, autores como Feijoo y Jovellanos tratan de recuperar la retórica en su función social y política, a pesar de las críticas a la enseñanza tradicional.

sábado, 24 de mayo de 2025

Evolución de la retórica del Renacimiento al Barroco


En el siglo XVI, se produjo una disputa sobre la clasificación de las partes de la retórica, con diferentes pensadores como Felipe Melanchton, Luis Vives y Pierre de la Ramée presentando enfoques distintos sobre las funciones de la retórica, la dialéctica y el estilo. La enseñanza de la retórica, aunque relevante, se redujo a cuestiones estilísticas, y su estudio estuvo estrechamente ligado al redescubrimiento de los textos clásicos, como los de Cicerón, Quintiliano y Platón, que impulsaron el resurgimiento de la disciplina.

En cuanto a los humanistas más influyentes, se destacan figuras como Erasmo de Rotterdam, quien amplió la visión de la retórica a una práctica más amplia y estilística, y Pierre de la Ramée, que redujo la retórica a la elocutio. Además, la querella ciceroniana debatió sobre el estilo de Cicerón y su aplicación a la oratoria, enfrentando a diferentes pensadores como Erasmo y Pietro Bembo.

El Concilio de Trento también influyó en la retórica, reformando la oratoria sagrada y promoviendo una mezcla entre la elocuencia cristiana y la clásica. Durante el siglo XVII, la retórica experimentó una decadencia, con una preponderancia de un estilo barroco, recargado y ornamentado. Sin embargo, la crítica a esta tendencia también dio lugar al surgimiento de un "estilo científico", que buscaba un mayor equilibrio en la expresión.

En España, la influencia de la retórica clásica se mantuvo, pero se vio marcada por el conceptismo, especialmente en la obra de Baltasar Gracián. La retórica en este periodo se centró más en el estilo decorativo que en la persuasión, y la práctica oratoria estuvo dominada por los jesuitas, que intentaron adaptar la retórica a las necesidades religiosas y educativas de la época.

Finalmente, en Francia, la retórica pasó por una fase de renovación, especialmente con figuras como Fénelon, que propugnó un enfoque más sencillo y centrado en la persuasión mediante la verdad, en lugar de la ornamentación excesiva. Esto contribuyó a un cambio de paradigma hacia una oratoria más sencilla y efectiva, contrastando con el estilo barroco predominante en otras partes de Europa.

sábado, 17 de mayo de 2025

La retórica medieval y su evolución


Durante la Edad Media, la enseñanza retórica se basó en los tratados de Cicerón (De oratore, De inventione), la anónima Rhetorica ad Herennium y la Institutio oratoria de Quintiliano, siendo este último el más influyente al considerar la oratoria un "don divino" encaminado a la perfección del espíritu. La retórica medieval se fusionó con la gramática y la enseñanza moral, estableciendo el trivium (gramática, dialéctica y retórica) y el quadrivium (geometría, aritmética, astronomía y música).

La cristianización de la retórica, impulsada por San Agustín en De doctrina christiana, redefinió la elocuencia como un medio de transmisión de la verdad divina, mientras que Bizancio conservó la tradición grecolatina con un enfoque en el estilo y la sofística. En Occidente, la gramática dominó la enseñanza lingüística hasta el siglo XIII, cuando surgieron subdivisiones como el ars dictaminis (arte epistolar), el ars poetriae (teoría de la poesía) y el ars praedicandi (oratoria sagrada).

San Isidoro de Sevilla, Casiodoro y San Jerónimo contribuyeron a la transmisión del conocimiento retórico, mientras que la influencia de Cicerón y Quintiliano permaneció fuerte en la enseñanza. La herencia retórica también impactó la poesía medieval, especialmente a través del panegírico.

Hacia el final de la Edad Media, la retórica renació con el Humanismo, impulsado por la recuperación de textos clásicos y el descubrimiento de la Institutio oratoria de Quintiliano en 1416. El siglo XVI consolidó la retórica como disciplina esencial en la educación humanista, con una fuerte influencia ciceroniana en el estilo y la elocutio.

lunes, 12 de mayo de 2025

El arte rupestre como teología simbólica: oración, visión y alianza con la Diosa

 

En las civilizaciones matriciales que precedieron a la escisión entre lo sagrado y lo secular, el arte no era un adorno, ni una actividad marginal, ni un ejercicio individual de expresión. Era un acto teológico. Las pinturas y grabados de las cuevas no son restos de un pasado primitivo, sino vestigios vivos de una forma de espiritualidad donde crear era orar, trazar era revelar, pintar era entrar en relación con la Divinidad. En este contexto, el arte rupestre se comprende como oración activa, visión encarnada y alianza simbólica con la Diosa.

Las cuevas, en tanto úteros de piedra, eran el espacio litúrgico donde el alma se vaciaba para recibir la imagen. En sus paredes no se registraban escenas anecdóticas, sino que se evocaban presencias, se invocaban ritmos cósmicos, se tejían vínculos con las fuerzas del mundo. La pintura no era mimética, sino sacramental: un medio de comunión con lo invisible. No representaba el mundo: lo tocaba, lo despertaba, lo conjuraba. Cada signo grabado, cada silueta animal, cada espiral pigmentada era un acto de alianza entre el ser humano y la Madre que lo gesta y lo sostiene.

Este arte era, por tanto, una forma de oración no verbal: una plegaria de gesto, de color, de cuerpo. No se separaba la creación artística de la práctica espiritual. El pigmento era sangre de la Tierra, la pared era Su piel, la mano del artista era mediadora, pero no autora. Era la Diosa quien hablaba a través del trazo, del eco, de la llama que iluminaba fugazmente la imagen. El arte se volvía así una forma de escucha, de entrega, de ofrenda. Un acto ritual en el que el ser humano reconocía su lugar en el tejido del mundo.

Pero era también visión. No visión en sentido psicológico, sino experiencia visionaria: revelación de lo que permanece oculto al ojo profano. Las imágenes rupestres no eran copias del entorno, sino emergencias de lo profundo: del sueño, del trance, de la comunicación con los espíritus, con los ancestros, con la vida animal como forma de sabiduría. Los grandes animales, las figuras danzantes, los símbolos abstractos eran fragmentos de un lenguaje que no pretendía explicar, sino desplegar el misterio.

Y era, finalmente, alianza. Porque cada figura trazada era también un compromiso, un pacto con lo sagrado. El acto de pintar fijaba un vínculo con la Diosa, con Sus criaturas, con los ciclos de la fertilidad y la muerte. Pintar era participar de la creación continua, asumir una responsabilidad ante el don de la vida, renovar el lazo con el Todo. En la ausencia de templos edificados, las cuevas eran templos labrados por el tiempo y por la comunión: allí no se separaban el culto, la comunidad y el arte.

Recuperar hoy esta dimensión teológica del arte rupestre no es solo un gesto arqueológico o antropológico, sino un acto espiritual profundo. Nos recuerda que el arte puede volver a ser oración, visión y alianza, si se libera del narcisismo y se abre al símbolo. Nos invita a dejar de producir imágenes para comenzar a recibirlas. Y a comprender que, quizás, toda verdadera imagen es una respuesta a un llamado más antiguo que el lenguaje.

domingo, 11 de mayo de 2025

Descender a la cueva: teología del vacío y del renacimiento interior


En la tradición teológica de la Diosa, enraizada en las formas más antiguas de espiritualidad terrestre, el descenso a la cueva no es un gesto accidental ni una metáfora poética: es un acto litúrgico, un paso ritual hacia el misterio de la transformación. La cueva no es un refugio ni un escondite, sino el vientre del mundo, matriz viva en la que el alma se vacía de lo que ha sido para renacer a lo que está llamada a ser. Toda teología del descenso implica una comprensión profunda del abismo no como pérdida, sino como lugar sagrado del tránsito.

El descenso es primero corporal. El cuerpo siente la humedad, el silencio, la oscuridad. Todo lo que en la superficie parecía claro y seguro se diluye. Comienza así el vaciamiento: no sólo de la vista, sino también del yo. En la teología matricial, no se accede al renacimiento sin antes haber entregado las formas antiguas del ser. Se trata de un morir simbólico: no por destrucción, sino por ofrenda. Lo que cae en la oscuridad no desaparece: se transforma.

La cueva, como útero telúrico, como seno de la Diosa, no impone, sino que acoge. No exige, sino que disuelve. Allí el tiempo se curva, la palabra calla, el yo se vuelve permeable. Es entonces cuando comienza el verdadero acto litúrgico: la entrega a lo que no se ve, a lo que no se nombra, a lo que no depende de la voluntad individual. El alma, privada de sus seguridades, se abre a lo Otro. Y es en esa apertura donde comienza a germinar el renacimiento.

El renacimiento interior no es una conquista, sino una gracia. No se produce por esfuerzo, sino por disposición. La teología de la Diosa enseña que quien ha descendido verdaderamente no vuelve siendo el mismo. Ha sido tocado por la noche fértil, ha sentido el pulso de lo invisible, ha oído la voz del fondo. Su regreso no es simple salida, sino ascenso transformado, retorno al mundo con otra mirada, con otra carne, con otra respiración.

Así como la semilla necesita hundirse en la tierra oscura para dar fruto, el alma necesita entrar en la cueva para volver a brotar. Este principio es axial en la teología del ciclo: nada nace sin haber muerto antes en el seno de lo no visible. La luz verdadera no se encuentra en la negación de la sombra, sino en el tránsito por ella. El vacío no es carencia, sino matriz. La oscuridad no es el fin, sino el principio en su forma más secreta.

Por eso, el descenso ritual a la cueva fue, durante milenios, una práctica sagrada: no un símbolo de debilidad, sino un sacramento de fuerza interior. Quien desciende con humildad, renace con visión. Quien se deja vaciar por el silencio de la Diosa, vuelve con palabras nuevas. Quien entra en el vientre del mundo, sale sabiendo que la verdadera luz nace siempre desde dentro.

sábado, 10 de mayo de 2025

Rituales en la profundidad: teología del descenso y de la presencia

 

En la espiritualidad arcaica centrada en la Diosa, las profundidades de la Tierra no eran lugares marginales ni ajenos a lo sagrado. Eran el centro. Las cavernas, los abismos, los corredores subterráneos y los recintos de piedra honda constituían espacios litúrgicos privilegiados, donde la experiencia humana podía entrar en contacto con aquello que supera los límites del tiempo lineal y de la percepción ordinaria. No se descendía a las entrañas de la Tierra por simple refugio o superstición, sino porque allí se manifestaba la Presencia: la Diosa en Su aspecto más esencial y transformador.

Los rituales en la profundidad no buscaban reproducir un orden social ni reforzar una ideología, sino provocar una apertura ontológica. En ese descenso ritual, el alma se vaciaba de sus formas externas y se volvía permeable al misterio. La caverna no era un escenario simbólico, sino un organismo vivo, un útero mineral donde lo humano podía ser transfigurado. Allí, entre el eco, la penumbra y la humedad, el cuerpo del mundo hablaba con voz propia. No era representación, sino encarnación.

En este ámbito, el tiempo ordinario se suspendía. El tiempo cronológico era entregado en sacrificio para acceder al tiempo sagrado, al tiempo sin medida, al tiempo circular que precede y sostiene todo devenir. El mismo hecho de penetrar en la Tierra implicaba un corte con la superficie: con la velocidad, con la claridad, con la lógica. En su lugar, se abría una temporalidad liminar, un intervalo donde la muerte, el sueño, la revelación y el renacimiento confluían. La Diosa no se hacía presente con palabras: se hacía presente como alteración de la conciencia, como vibración en la piedra, como umbral abierto.

Por ello, los rituales en lo profundo no eran ornamentales ni exteriores. Eran operaciones metafísicas, verdaderos actos de transmutación. El ser humano que descendía lo hacía como quien entra en un acto de comunión radical: con el cuerpo de la Tierra, con los ciclos de la vida y de la muerte, con los espíritus ancestrales, con los arquetipos de la fertilidad y de la destrucción. Allí se encontraba con la Diosa no como figura celeste, sino como matriz abismal, como potencia formadora y disolvente.

El culto a la profundidad es, en este sentido, una teología del interior. No del encierro, sino de la interiorización. La experiencia litúrgica en las entrañas de la Tierra no consistía en “ver” a la divinidad, sino en ser atravesado por Ella. Lo divino no se contemplaba desde fuera, sino que se respiraba, se tocaba, se habitaba. La cueva, como Útero cósmico, como puerta inframundana, como matriz de revelación, no era un símbolo: era el cuerpo mismo de la Diosa, receptivo y transformador.

Recordar estos ritos es recuperar una teología encarnada. Una teología donde lo invisible no está arriba, sino dentro. Donde lo sagrado no se define por su lejanía, sino por su capacidad de alterar, de fecundar, de devolvernos a lo esencialPor eso los pueblos de la Diosa descendían. Porque sabían que allí, en la raíz de la piedra, en la oscuridad que nutre, la Diosa no era una idea: era presencia viva.

Evolución de la retórica: de la Grecia clásica a la Edad Media


La obra de Dionisio de Halicarnaso evolucionó desde Lisias como modelo oratorio hasta la admiración por Demóstenes. Destacó en la teoría literaria, estudiando la musicalidad del lenguaje y la organización de palabras para efectos estéticos. Su enfoque combinó elementos platónicos, isocráticos, peripatéticos y estoicos. En Sobre lo sublime, el Pseudo-Longino analiza el estilo elevado, destacando la importancia de la pasión, la elección de palabras y la armonía entre forma y contenido. Elio Arístides estudió los estilos oratorios y definió el discurso sencillo como próximo al lenguaje coloquial, enfatizando el êthos del orador. Hermógenes de Tarso sistematizó siete tipos de estilo basados en Demóstenes y destacó la estructura y eficacia del discurso como elementos clave. Los Progymnásmata de Aftonio ofrecen modelos pedagógicos de ejercicios retóricos.

La retórica latina, basada en la griega, evolucionó con un enfoque más pragmático y orientado a la utilidad política y jurídica. La Rhetorica ad Herennium es el primer manual latino sobre retórica, basado en Hermágoras, con una estructura didáctica organizada y énfasis en la memoria como herramienta mnemotécnica. Los tratados retóricos de Cicerón (De oratore, Brutus, Orator) consolidaron la retórica como arte de persuasión y elemento clave de la educación liberal. La retórica perdió profundidad con la consolidación del Imperio, enfocándose en la elocución y las declamaciones escolares más que en la argumentación política. En Institutio oratoria, Quintiliano sintetizó y sistematizó la enseñanza retórica, enfatizando la formación moral del orador y su capacidad persuasiva.

La fusión de retórica y poética en la Edad Media llevó a que la retórica se enfocara más en el ornato del lenguaje que en la argumentación. Se mantuvo el estudio de la retórica clásica, aunque reformulada por distintas corrientes filosóficas y pedagógicas. La retórica medieval se convirtió en un ejercicio escolástico, con enfoques variados en Occidente y el Imperio Bizantino.

En resumen, la retórica evolucionó desde su papel central en la oratoria griega hasta una disciplina más formalizada en Roma, degenerando en la época imperial y convirtiéndose en un estudio escolástico en la Edad Media.