La teología institucional distingue entre una tradición escrita (las Escrituras) y otra oral (la predicación apostólica). Esta duplicidad pretende garantizar la continuidad de un mensaje considerado divino, fijado tanto en texto como en magisterio. Sin embargo, dicha distinción resulta incomprensible en una cosmovisión donde no existe fractura entre tradición y Naturaleza ni entre palabra y mundo: la tradición auténtica no es una doctrina transmisible, sino un vínculo vivo con la tierra, las fuerzas del entorno y los espíritus que habitan el paisaje. De ahí que la oposición entre “fuente oral” y “fuente escrita” aparezca como una construcción propia de religiones basadas en la codificación del poder espiritual.
Si no existe separación entre mundo y palabra, la introducción de dos “fuentes” de tradición no transmite continuidad, sino que constituye un doble mecanismo de control del poder religioso: lo que se dice (predicación regulada) y lo que se codifica (texto sancionado). La espiritualidad institucional transforma la experiencia directa del Misterio en estructura, archivo y autoridad, pero la palabra no es un código, sino un acto ritual, y la escritura es una herramienta útil pero insuficiente para contener el flujo espiritual. La escritura es en última instancia una forma muerta del conocimiento porque fija lo que debería permanecer en movimiento.
En las culturas tradicionales, el Misterio se manifestaba a través de diversas potencias: la Madre Tierra, los astros, los antepasados, los espíritus del bosque o los dioses locales. Reducir esa diversidad a una sola “Fuente divina” implica un monismo interpretativo que borra la complejidad ontológica del Cosmos. Lo sagrado no es una unidad trascendente que irradia hacia el mundo, sino una multiplicidad inmanente que surge desde el interior del Cosmos mismo.
El concepto de “depósito de la fe”, por otro lado, presupone dos ideas problemáticas: propiedad espiritual (alguien custodiaría algo que pertenece a todos) y fijación del saber (el Misterio se convertiría en contenido transmisible). Frente a ello, el saber espiritual no se acumula, ni se preserva como archivo, ni se conserva como capital doctrinal. Muy al contrario, el saber sagrado se practica, se renueva y se adapta a cada generación; surge del territorio, depende del linaje y responde al tiempo cíclico. Como cada comunidad recrea su propio vínculo ritual no existe una verdad universal que deba custodiarse, sino un entramado dinámico de experiencias locales.
La institución religiosa que afirme poseer certeza absoluta sobre el Misterio incurre en una contradicción filosófica, pues lo sagrado es cambiante, parcial, simbólico, dependiente de la relación con el entorno e irreductible a conceptos cerrados. Pretender una certeza absoluta equivale a monopolizar el espíritu. La noción de certeza ha de ser sustituida por la observación de los ciclos, la intuición, la experiencia personal, la comunión con el entorno y la escucha del linaje, y ninguna autoridad externa puede sustituir ese proceso.





