Hay un gesto ancestral que atraviesa culturas y épocas: el descenso a la cueva. No como evasión, sino como retorno, como acto de memoria sagrada. Entrar en la cueva es, en el plano simbólico y espiritual, retornar al Cuerpo de la Diosa, a Su Útero primigenio, a Su Matriz de sombra fértil. Es recordar, con el cuerpo y el alma, que todo ser nace de la oscuridad sagrada.
La cueva no es una ausencia de luz, sino un espacio de gestación. Allí donde la vista no alcanza, el alma comienza a ver. En la penumbra vibrante de la caverna, el tiempo se suspende y los sentidos se afinan. Se pierde el norte para que pueda emerger el centro. Como en el vientre materno, todo está contenido, flotando, preparándose para tomar forma. El caos no es aquí desorden, sino potencia no desplegada. El silencio no es vacío, sino escucha absoluta.
Volver al cuerpo de la Diosa es desandar la lógica del control, del dominio, de la separación. Es reconocer que no somos entidades escindidas, sino hijos de la Tierra, formados en la profundidad, moldeados en el barro, en el agua, en la noche. Cada paso hacia el interior de la cueva es un paso hacia la memoria del origen, hacia la raíz común de lo viviente. Es una liturgia del retorno, un descenso que purifica y revela.
Los antiguos lo sabían. Por eso hacían de las cuevas santuarios, lugares de paso y de revelación. Allí se celebraban los ritos de iniciación, los oráculos, las visiones. No había creación sin oscuridad previa, ni sabiduría sin haber atravesado el abismo. La Diosa no brillaba en el cielo lejano, sino que palpitaba en la entraña de la montaña, en las rocas húmedas, en la profundidad silenciosa donde lo humano se encontraba con lo eterno.
Recordar que nacemos de la oscuridad sagrada es resistir al mito moderno de la claridad absoluta, del control total, de la exposición constante. Es comprender que hay un saber que sólo se transmite en la sombra; que hay una verdad que sólo se revela cuando nos dejamos envolver por la Madre y callamos. No se trata de negar la luz, sino de honrar su contraparte. Porque sólo quien ha habitado la cueva puede salir de ella transformado, con la visión templada por el misterio.
Volver al Cuerpo de la Diosa es, entonces, un acto de humildad y de fuerza. Es reconocer que estamos hechos de la misma materia que la Tierra, que la creación nos precede y nos atraviesa. Es permitir que la noche nos hable. Y al hacerlo, recordar que todo ser, todo poema, toda visión, nace primero en la oscuridad, y que esa oscuridad es sagrada.